Punto Convergente

Manos de La Cava, la ONG que ayuda a mejorar la calidad de vida de los chicos en San Isidro

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En el barrio La Cava de la localidad de Béccar, provincia de Buenos Aires existe un lugar donde unos 40 voluntarios buscan transformar la realidad de cientos de niños, niñas y adolescentes del barrio.

-Le pegaron un escopetazo en una pierna y ¿sabés lo que hizo para hacerme quilombo? Me mandó a la cana a la puerta de mi casa el hijo de puta. Me querían llevar- dice Laura y con un suspiro-. Yo tengo tres hijos y el más chico está tomando la teta. Imaginate si me metían presa”.

-¿Pero por qué lo hizo sabés?- pregunta Ricardo, de la ONG Manos de la Cava, poniéndole una mano sobre su hombro derecho.

-Una persona que tiene muchos años en la cárcel sale loco, agrega otra de las madres, mascando su chicle y acomodándose su piercing de la nariz.

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Las voces de protesta de Laura (21 años), Mirtha (22 años) y Alejandra (30 años) traspasan las paredes de durlock de las salas de la ONG de Manos de La Cava. Sentadas en semicírculo, con sus sillas de metal oxidado y sus ganas de hablar, estas mujeres después de mucho tiempo encontraron un lugar en donde pueden ser escuchadas.

Según Ricardo Olivares, organizador del taller de madres, dice que “el dolor que tienen adentro es tan grande, tan grande, que las voltea”. “Las acerca a las drogas y a la violencia. Ellas lo que más necesitan es ser escuchadas, y nadie lo hace. Para eso están estos talleres”, explica.

La calle Rolón marca la frontera entre dos realidades dentro de una misma localidad: desde los altos de San Isidro hasta el barrio “La Calabria” la gente vive y dentro del cuadrado de Tompkinson, Rolon, Uruguay y Sucre la gente sobrevive a la pobreza y la miseria.

Sobre tres grandes fosos de seis metros de profundidad creció La Cava -o también llamada “Hormigonera”- compuesta, en un principio, por viejos pobladores instalados en la construcción de la Panamericana, en 1956.

“Cuando yo llegué había poco rancho acá, era una tierra no servía ni para que duerman los caballos de lo pantanosa que era”, dice un tanto melancólico Hernán González mientras se acomoda la boina gastada.

Actualmente el barrio marginal que cuenta con 1.845 viviendas se encuentra en uno de los sectores más ricos del país. Los muros de ladrillo son los que separan a La Cava de las lujosas casas de las Lomas de San Isidro con sus piletas y canchas de tenis.

Los chicos en la ONG Manos de La Cava. (Crédito: Manos de La Cava)

“Nadie sabe cuánta gente vive acá. En 1993 se hizo un censo y se dijo que había unas nueve mil personas y desde ahí empezaron las especulaciones. La policía dice que viven unas cuarenta mil, pero no llegamos a las quince mil -agrega Pablo con un tono de burla-. Ellos inflan los números para justificar lo que no hacen”.

La entrada a la calle Riobamba pareciera un portal hacia el medioevo. La cumbia, el sonido de la paleta de cemento sobre el ladrillo, carretillas y herramientas se pasan de manos constantemente, y se escuchan frases en idioma guaraní. “La mayoría acá son de Perú, Paraguay, Córdoba,Rosario o Tucumán”, comenta con un tono cordobés Jorge que hace ya 20 años vive en el barrio.

Pibes de 15 años con sus camperas de boca talle XL vagan de un lado al otro con su capucha y espalda erguida por las calles de tierra entrecruzadas por tendidos eléctricos improvisados.

“Sigarrillos, galletitas y más”, dice el cartel de chapa del kiosco en una esquina que pareciera abandonada.

Dos cuadras más adentro, sobre uno de los pasillos angostos e interminables y resaltando con su color violeta se encuentra una de las sedes de la ONG.

Este año cumple 20 años desde que se inició este proyecto que tiene por objetivo acompañar en los procesos de transformación a las familias del barrio con talleres de bijouterie y de cocina, boxeo, futbol, hockey, natacion, apoyo escolar de primaria y secundaria y tutorados para los que van a la facultad.

Hace un año y medio se llevó a cabo “Manitos de la Cava” con el objetivo de acompañar a los recién nacidos en su proceso de transformación en la crianza para que puedan desarrollarse bien neurológicamente en sus primeros años de vida y favorecerlos en todos los sentidos.

“Al principio éramos cinco voluntarios casi sin experiencia repartiendo comida en un comedor. Con los años fuimos creciendo un montón. Ahora somos 20 voluntarios y 40 personas trabajan con sueldo, la mayoría subsidiados por el estado”, dice mostrando sus dientes blancos y haciendo un gesto grande con sus manos Carolina Carranza, organizadora y directora. “También recibimos donaciones de parte de empresas privadas, hacemos ferias y actividades en donde la gente no solo aporta con plata sino también con actos”.

Crédito: Manos en La Cava

Pintadas de diferentes tamaños y colores, las manitos de los chicos aportan alegría en las paredes húmedas y agrietadas del comedor.

La tranquilidad predomina en esas horas. En el centro de la sala las dos mesas anchas y largas se encuentran vacías y todos los juguetes están en su lugar. Junto a la puerta de la cocina, Juancito con su metro veinte y su cara de pícaro aguarda al primer pedazo de torta y pega un saltito cuando la voluntaria grita desde la cocina: “Los chicos están en el piso de arriba. Acaban de entrar a apoyo”.

“Rrrrr aaaa t ó n” se escucha una vocecita pronunciando larga y detenidamente desde una de las puertas del segundo piso. “Aula Primaria” dice en el cartel pegado con cinta sobre la puerta de madera sin pintar.

En puntitas de pie Ciro, de unos 7 años, se asoma por la ventana y con la cara apoyada en el metal frío de la reja observa pensativamente el exterior. Ésta encuadra la clara convivencia de en una construcción de unos cuatro pisos de ladrillo en donde la gente se respeta y todo lo que ocurre en el interior está a la intemperie. Desde el piso dos, un hombre martillea acompañado por la radio de fondo y la señorita del piso tres,con su sencillez y su sonrisa entre toda esa humildad, se encorva para recoger una remera, la sacude y la tiende sobre la soga.

“Ciro vení, sentate que ya terminás la tarea” le interrumpe Graciela García, maestra titular, siguiendo con un cantito dulce.

Desde los seis meses que asiste a la ONG. Tiene dos hermanas, su papá está preso y la mamá es adicta a las drogas. En muchos momentos la madre no pudo cuidar de sus hijos y es por eso que la abuela se hizo cargo de las chicas pero no de Ciro porque “no quiere a los chicos, solo quiere a las chicas” cuenta una voluntaria con un tono de lamento.

“Se confunde un montón -agrega la voluntaria-. Por momentos no quería venir a mi casa pero después en su casa lloraba y hasta le decía con otro nombre a su mamá”.

En silencio y concentrados, sentados uno al lado del otro, 10 chicos de entre 6 a 14 años asisten a apoyo escolar desde las dos hasta las cuatro de la tarde. “A pesar de las lluvias, el calor o el frío alrededor de 15 chicos vienen desde la escuela con ganas de seguir aprendiendo”, dice la maestra mientras se ata el nudo de su delantal.

El rojo gastado del aula con sus tres mesas de madera en el centro, sus sillas diferentes de plástico reclinable y la decoración hecha a mano crea un espacio perfecto para que “dentro de esa aula solo se aprende y que los chicos se diviertan y escapen de la dura realidad en la que viven”.

Es “el club de barrio” dice Agustín que asiste a apoyo hace tres años. La mayoría va al colegio cerca y con sus mochilas bien pesadas en los hombros llegan cansados de la escuela al comedor y luego van a apoyo. Algunos padres se encargan de traerlos pero, en general, no son familias que se ocupan de los chicos. “Ellos se manejan muy solitos y actúan como grandes”, dice la maestra afirmando con la cabeza.

“Muchos voluntarios tienen la tarea de ir a buscarlos a sus casas. Nosotros tenemos que tener mucho cuidado con las familias. Son familias diferentes a la tuya, a la mía, tienen muchas problemáticas con distintos factores… no les gusta, no les cabe -imita y hace comillas con sus dedos Graciela-. Cuando surge algún conflicto, se la agarran con los chicos, no con nosotros. Por eso intentamos de negociar para que el menor no salga afectado”.

Por otro lado, también hay madres que impulsan a sus hijos hacia la educación como por ejemplo Viviana que con sus 25 años y sus cinco hijos dice con un tono reflexivo que sus hijos no van a seguir sus pasos. “Van a poder llevar una vida en la que puedan elegir. Yo no tengo la opción de decidir que hacer porque hago lo que puedo”, agrega.

Sentado con los pies colgando de la sillita de madera con una sonrisita inocente en su cara, Juan parece un chico de 7 años haciendo la tarea. En realidad, tiene 13 pero “piensa y actúa como si fuera mas chiquito”, aclara su hermanita que no le pierde pisada a Juan.

Manos de La Cava también integra a chicos como Juan para que puedan avanzar dentro de su discapacidad y tener una vida como cualquier otro chico.

También está Alexis, con retraso madurativo y parálisis cerebral. Cuando las terapistas ocupacionales de la ONG lo empezaron a tratar, él nunca había salido de su casa porque no podía caminar. Alexis había vivido encerrado en un monoambiente por siete años en su silla de ruedas, su postura encorvada y manitos acurrucadas .

Cuando salió por primera vez, “Alexis no entendía nada” afirma la voluntaria. Un grupo de voluntarios de Manos de la Cava lo sacaban a caminar,le hacían hacer ejercicios y lo llevaban a diferentes actividades. “La calle en donde vive es de tierra y es complicado sacarlo de ahi porque esta en silla de ruedas, pero lo hacemos como podemos”, dice Achu, uno de los voluntarios.

“En las escuelas pasa que si entendiste entendiste y sino bueno. Quieren seguir un programa que ellos tienen. Esta mal el sistema educativo- se queja la maestra-. Acá no se trabaja así, esta ONG trabaja en base las necesidades de los chicos”.

Los 40 voluntarios que forman parte de la institución cumplen cada uno un rol fundamental dentro del proyecto para que se lleve a cabo su objetivo de mejorar esa realidad que pocos conocen y a la que nunca se menciona. “Desde los cinco años que estoy noté una gran evolución. Es increíble la gente que se suma. Eso es lo que necesitamos. Voluntarios con ganas de salir a la calle y dar una mano”, dice Martina Hordh mientras juega con uno de los chicos.

Asistentes sociales y terapistas ocupacionales recorren las calles de La Cava para ayudar a la gente y también para darles a conocer las posibilidades que le ofrece el Gobierno para tener una vida mejor.

“Ahí, por un pasillo angosto de la Cava vivía Mariana con sus cinco hijos en un monoambiente. Ella había venido de Perú y se había armado toda la casa. Después de 20 años, como no tenía el permiso, se la tiraron abajo. Ahora está recaudando plata para volver a construir su casa pero le da miedo porque piensa que se la van a tirar abajo”, cuenta la terapista, Adriana Gómez.

Adriana también comenta el caso de Mirtha, una señora que era anémica. “Viejita, muy muy flaquita por la anemia”-dice la terapista haciendo un gesto chupado con la cara-. Le afloje los músculos pero ella tampoco podía hacer los ejercicios porque se había quemado la pierna y no podía apoyar los pies sobre el suelo. Mirtha vivía en una casa muy humilde con cinco personas más, entre ellos un chiquito con síndrome down al que tampoco podían cuidar”.

Allá afuera está La Cava violenta y trágica, una Cava que espera ser ayudada. Hay parroquias, manifestaciones artísticas y grupos de ayuda; hay una Cava solidaria que busca generar una cambio.

Fotos: Manos de La Cava

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