En Argentina hay un abismo entre la realidad de los productores del sector rural que pueden acceder a las últimas tecnologías disponibles, y aquellos que no tienen acceso a las más básicas; cuál es la situación de los pequeños agricultores y qué cambios se necesitan para ver mejoras
Cualquiera sea el sector del que se hable, la tecnología sigue desarrollándose exponencialmente, y ofrece soluciones que impactan cada día más en los procesos productivos. El campo no es la excepción, pero sí es un lugar en el que la llegada a destiempo y desigual se nota con más fuerza.
Según un relevamiento del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) en conjunto con el Ente Nacional de Comunicaciones, sobre un total de 311 parajes rurales encuestados (de entre 200 y 2.000 habitantes), el 40,2% carece de conectividad. Si se suman los parajes con regular o mala conectividad, la cifra se eleva a casi el 80%.
“Esta asimetría tan marcada obstaculiza los procesos de desarrollo local y el arraigo de los jóvenes en las zonas rurales”, expone Fernando Riccitelli, Director Nacional Asistente de Sistemas de Información, Tecnología y Procesos del INTA. “Para que la agricultura y la ruralidad puedan ejercer un rol relevante en el aumento de la producción y en el aporte de valor agregado en las distintas regiones, tenemos que superar esta brecha”.
Acceso restrigido a la tecnología
En diálogo con Punto Convergente, Diego Ramilo, director del Centro de Investigación y Desarrollo Tecnológico para la Agricultura Familiar, explica que el sector rural se divide en dos, según las características y modalidad de trabajo de los productores. Por un lado está el Campo de la Pampa Húmeda, que representa al 30% del sector y hace referencia a los medianos y grandes productores que producen los commodities. En general viven y manejan sus negocios desde las ciudades y están equipados con las últimas tecnologías.
Por otro lado, está la Agricultura Familiar Campesina e Indígena, compuesta fundamentalmente por mano de obra familiar que reside en los pueblos rurales o en el propio campo. Esta categoría representa al restante 70% del sector en Argentina, a 17 millones de productores en América Latina, a 600 millones de productores en el mundo; y según datos de la FAO, son los generadores del 80% de los alimentos del mundo. Es en esta parte del sector en donde se ven los problemas más profundos para acceder a las tecnologías más básicas.
¿Cuáles son los beneficios de la digitalización en el sector rural?
Para Riccitelli, la digitalización de los procesos de las cadenas productivas abre una oportunidad única de llevar controles y seguimientos minuciosos en cada etapa, lo cual permite trabajar con más eficiencia en términos de tiempo y costos, pero también de cara a la preservación del suelo y de los recursos naturales, posibilitando la reducción de insumos. El ingeniero en sistemas informáticos explica que la tecnología aporta un conjunto enorme de soluciones para los distintos desafíos que se presentan en el trabajo rural. Estos son algunos ejemplos:
- Acceso a datos en tiempo real a través de sensores que permiten hacer un seguimiento más preciso.
- Información satelital que, en conjunto con la inteligencia artificial, permite profundizar en el conocimiento del suelo y de las variables climáticas, y desarrollar algoritmos para entender las probabilidades de ocurrencia de eventos extremos como son las sequías o las inundaciones.
- Captura de imágenes con drones que permite tomar decisiones de siembra en base al conocimiento específico de cada sector de un lote.
- Regulación del riego a través de dispositivos que permiten que el control automático de los sistemas de riego actúe en función de las particularidades de cada parcela.
- Aplicaciones de gestión de datos para monitorear cultivos y reconocer malezas, plagas y enfermedades en los lotes en una etapa temprana, para minimizar y prevenir los daños.
“Avanzar y promover la digitalización rural no es solo una necesidad para resolver problemáticas existentes, sino que es la gran oportunidad de posicionarnos de cara al futuro y lograr que las nuevas generaciones de productores estén mejor preparadas”, concluye Riccitelli.
Cuidado del ambiente
Con todo progreso tecnológico está el riesgo, y miedo, del posible daño ambiental, ya que aumentar la eficiencia del proceso productivo suele conllevar al aumento de la capacidad productiva. Si bien esto es positivo en primera instancia, el peligro de saturar dicha capacidad productiva está siempre latente.
“El planeta es muy rico pero lo sobreexplotamos. Eliminamos sus bosques, desterramos a sus guardianes y, con la lógica de generar riqueza, empobrecemos sus recursos. El daño que le hacemos a la tierra es un daño que nos hacemos a nosotros mismos y a las generaciones que vienen”, enfatiza Delina Puma, referente en el Consultorio Técnico Popular (CoTePo) de la Unión de Trabajadores de la Tierra (UTT).
Los intereses detrás del uso que se le da a dichas tecnologías hacen la diferencia. En este sentido, Martín Rainaudo, gerente de Prospectiva de la Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa (Aapresid), señala que “todas las herramientas tecnológicas pueden aportar sostenibilidad y reducir el impacto ambiental de la producción”. El experto en AgTech afirma que aplicando esta tecnología se puede, por ejemplo: reducir el uso de agroquímicos, medir la huella de carbono de la producción a través de la carga de datos y trazar el recorrido de una carne para comprobar que fue producida con todos los cuidados posibles.
La realidad del pequeño productor
Ramilo señala que la gran mayoría de los productores necesita tecnologías que, aunque están disponibles en el mercado, siguen sin serles accesibles. “Se necesitan políticas públicas activas desde el estado, que faciliten un financiamiento para acceder a formas de desarrollo tecnológico básico, como la mecanización, los invernaderos, el riego y el desarrollo de infraestructura”, enfatiza.
En este sentido, Puma identifica un problema de raíz que bloquea el avance tecnológico en las cosechas de los pequeños productores: el alquiler de las tierras para su explotación. “Los campesinos no somos dueños de la tierra; alquilamos campos pequeños, de dos hectáreas por familia, y a los pocos años -que con suerte pueden llegar a ser cinco- nos tenemos que ir y empezar de nuevo, ya sea porque los alquileres suben o porque no es posible renovar el contrato”, señala la productora hortícola.
A esto se suma que los contratos temporales no permiten la edificación, y que la mayoría de las veces el terreno alquilado no cuenta ni con servicios de luz, ni de agua, y ni hablar de invernaderos o sistemas de riego. “Vivimos en construcciones precarias hasta que estalla un problema. Es un negocio para todos menos para el productor”, explica la especialista en agroecología.
En otras palabras, al tratarse de producciones a baja escala con contratos cuya fecha de expiración es incierta, invertir en tecnología encarece todo el proceso. “Cuando te toca irte tenés dos opciones: llevarte las instalaciones tecnológicas que hiciste, y saber que en esa desinstalación se va a perder el 50% de ella; o dejarla y perderla por completo. Para poder invertir, y ver el crecimiento y frutos de tu tierra, es necesario poder tenerla a largo plazo”, sintetiza Puma y concluye: “No se invierte en tecnología por la inseguridad de no saber si te vas a poder quedar ahí o no”.
Rainaudo coincide con que el sector de la agricultura campesina necesita un nivel de atención que hoy no está recibiendo. “Con la tecnología la industria del agro podría reducir barreras, acortar tiempos, distancias, hacer más eficientes las tareas, automatizar procesos, brindar transparencia, mejorar costos y lograr ser una industria más competitiva, aspectos que hoy ni las políticas de estado, ni el gobierno, están haciendo, ni queriendo hacer”, asevera.
A modo de síntesis, que la tecnología es un factor clave para mejorar los estándares de calidad, eficiencia e innovación a la hora de producir es innegable. Sin embargo, que exista no es suficiente. Tienen que acompañar, y facilitar, su llegada al sector rural las políticas públicas que consideren el rol del pequeño productor. Para que en lugar de bollar de una tierra a otra y vivir en condiciones precarias puedan proyectar y tomar decisiones a largo plazo.
“Son todos elementos parte de un combo fundamental para aumentar los ingresos de los productores, posibilitándoles a ellos y a sus familias una vida digna y, en definitiva, para optimizar la productividad del sector rural”, concluye Ramilo.