Punto Convergente

Desafortunado en el juego, desafortunado en el amor

maquinas-casino-(1)
Compartilo

“En el nombre del Padre, del Hijo, del Espíritu Santo. Amén.” Y María Laura realizó su última apuesta. El pie izquierdo le temblaba. Su tapado de piel bordó rozaba el piso. El cenicero usado apoyado en una maquina vacía y en la pared, un cartel de Prohibido Fumar. María Laura no pestañó. Había apostado 50 pesos. Los perdió. Prendió un cigarrillo y se acercó al bar de la Sala de Slots. “María”, la saluda el mozo de traje rojo y negro. Dos de la tarde e iba por su tercer Mojito. María Laura tiene 60 años y es viuda hace nueve meses. “Trabajo de noche, en la guardia nocturna de un servicio de alarmas. De día me aburro, y qué se yo, las tragamonedas son una buena compañía.” Se ríe. “Bah, menos hoy que ya perdí unos 750 pesos entre chupi y maquinitas.” ¿Y cuándo dormís? “A veces se me complica dormir.” María Laura no pudo tener hijos y vive sola en un departamento de Belgrano desde la muerte de su esposo. “Una vez quisimos adoptar. Nos duró varios meses la idea. Pero después los papeles nunca llegaron, en este país es todo muy lento.” ¿Y creés que vas a poder volver a enamorarte? “Ya sabés del dicho, afortunado en el juego… desafortunado en el amor”.

Casi como un hospital o una farmacia, el Casino de Puerto Madero ofrece sus servicios las 24 horas del día. Ubicados en Elvira Rawson de Dellepiane, Dársena Sur del Puerto de Buenos Aires, los buques “Estrella” y “Princess” cuentan con más de 150 mesas de juego, 1700 slots, confitería gourmet, un restaurante de lujo, shows, un centro de compras y un exclusivo Póker Room, en donde la única música que se escucha al entrar es la melodía de las fichas bailando sobre el mantel de pana roja. Rojo y negro. Los dos colores que invaden los salones de los barcos que jamás zarparán. Los barcos que no llegarán jamás a ningún lado.

Es el único casino ubicado dentro de la Ciudad de Buenos aires ya que esta prohíbe el juego por dinero. La excepción pudo lograrse en 1999 al sortear un vacío legal: el Casino de Puerto Madero funciona dentro de dos barcos anclados en aguas que son de la jurisdicción del Estado Nacional y la ley local no se aplica allí.
En el jugoso negocio del juego en Argentina se libra una guerra silenciosa atravesada por diversas internas políticas. Los barcos casinos de Puerto Madero estaban administrados por la empresa española Cirsa, que había llegado de la mano del menemismo. En julio del 2004, el entonces titular de Lotería Nacional, Waldo Farías, firmó una autorización para que Cirsa instalara un segundo barco. El negocio se multiplicaba. El casino flotante era una presa codiciada que prometía un viaje de mucho dinero, y el empresario kirchnerista Cristóbal López puso todas las fichas en ella. Hoy, no solo controla las ganancias de los barcos, sino que también cuenta con 14 casinos y casi 7000 máquinas tragamonedas repartidas por medio país, incluyendo las del Hipódromo de Palermo, un negocio que amplió gracias a un decreto de Néstor Kirchner antes de dejar la presidencia.

María Laura en 1999 tenía 45 años, llevaba 15 de casada con Emilio, y sus únicas apuestas eran en el piedra papel o tijera con su sobrinita Esther. “Ahí se ve que ya me divertía esto de apostar. Si ganaba yo, ella me compraba un kilo de helado de dulce de leche con nuez”, relata María con mirada penetrante y los ojos rojos. Así de rojos como las alfombras y las paredes del salón.

“No importa la hora, siempre hay alguien jugando. Hombres, mujeres, ancianos. Después de siete años trabajando de esto, me acostumbré a mirarlos, a prestarles atención. Te puedo describir cada una de sus caras, de sus movimientos, de sus tics. Y sí, hay mucha plata dando vueltas, mucha plata”, explicó Daniel, uno de los guardias de seguridad del buque Estrella de la Fortuna. Por cada hora de trabajo tiene 20 minutos de descanso y cada seis días dos de franco. Es mucho el tiempo que lleva caminando de un extremo al otro y estudiando el hábitat donde sobreviven aquellos que en el juego, le buscan la revancha a la vida.

Apuestan, suspiran, fuman y piensan. Vuelven a apostar, cambian dinero, pierden dinero, ganan, pierden más dinero, gritan, se levantan, murmullan, rezan, hablan, se lamentan, apuestan más, se ponen el saco, se lo sacan, sonríen, tosen, abren la billetera, la cierran, caminan, se creen dueños del azar, dueños de la suerte. Piensan que esta vez, le van a ganar al casino. Pero se olvidan de que la primera regla del juego, es que el casino nunca pierde.

“El negocio de las apuestas mueve cinco mil millones de pesos por año en la provincia de Buenos Aires, el 70% del total nacional. Los casinos pueden decidir qué porcentaje ganar por medio de los sistemas electrónicos de las máquinas. Es muy simple, para que alguien gane, otro tiene que perder. Se puede ganar, pero siempre a costa de los que pierdan. Así funciona todo”. Gabriel Cadile, gerente general del casino Park Hyatt de Mendoza, lleva más de diez años dentro del mundo de las apuestas. Jamás apostó.

Sentado en una silla de ruedas frente a la ruleta electrónica se encuentra Alfonso Miguez, de 69 años, esperando. No se sabe bien qué espera. A su lado, un hombre joven, de tez morena, cara ovalada, partes de la cabeza rapada, conjunto deportivo con olor a pasto quemado, zapatillas rotas y manchadas. Suspira. Saca del bolsillo una cajita de pastillas Tic-Tac. Come una. Suspira de nuevo. “Es para pagar cosas que debo.” Solo eso contestó y se dirigió hacia la puerta con paso ligero y continuo.

El número de una patente, la cantidad de huevos que se le rompieron el otro día en el supermercado, el numerito que le tocó en la fila de la farmacia, la fecha, el precio del kilo de pelones, su fruta favorita. Para María Laura, las señales están en todas partes. “Solamente hace falta entrenar el ojo para poder verlas. Es cuestión de estar atento, las cifras andan ahí, dándote vueltas. Si le erro es porque estuve distraída.” Su marido le decía la droga de los números. “Él al principio se reía, a veces lo llamaba al trabajo para preguntarle qué línea de colectivo se había tomado ese día. Los números del bondi siempre me trajeron suerte”. María sonrió sin mostrar los dientes y sacó de su billetera una foto 4×4 vieja y con los bordes recortados. De su cartera se asomaba un rouge violeta y una factura de empresa telefónica. “Nunca había tenido canas, mi amorcito. Las canas se las saqué yo. Se empezó a preocupar porque pasaba más tiempo en el bingo que en casa. Y así son las adicciones, ¿viste nena? Al menos esta es menos mortal que los alucinógenos o el alcohol”. Soltó una carcajada. A los pocos segundos, y ya nuevamente concentrada en las luces titilantes rojas del slot que tenía enfrente, vació su copa de champagne de un solo trago.

La ludopatía, la conducta descontrolada con respecto a los juegos de azar, no deja de ser una adicción peligrosa. Quien la padece no puede abandonar el juego, aún a riesgo de perderlo todo. “En los grupos de autoayuda cada vez son más. Y no son solo hombres, como era hace quince años. Ahora hay muchas mujeres y adolescentes sentados en las rondas. Para una persona adicta al juego es un problema grave que haya salas por todos lados y que estén abiertas las 24 horas”, explicó un coordinador de Jugadores Anónimos. Sin ventanas ni noción del tiempo, el reloj dentro del casino se detiene. Los únicos números que importan son los que se apuestan.

Según los datos que maneja el Programa de Atención al Juego Compulsivo de la provincia de Buenos Aires, entre los jugadores la mayor adicción está referida a las máquinas tragamonedas con el 64% de los casos, seguida por la ruleta electrónica con el 13% y, más atrás, con el 9%, la ruleta común. Pierden plata, tiempo, y la confianza de sus seres queridos. Intoxicados por un juego tramposo. Le hablan a los números, le prometen a los porcentajes. María Laura repitió: “veinticuatro no me falles”, dos veces antes de abrir los ojos y dejarse llevar por las vueltas de esa rueda horizontal que hoy definiría su suerte.

Como testigo de un crimen, el croupier intenta esquivar la mirada de los participantes y solo abre su boca para repetir las tres palabras que aceleran el corazón de cada jugador. Acepta la propina sin hacer ningún gesto y hace lo suyo casi en modo automático. “No va más” y María Laura se besa el dedo gordo.

Juan no quiso dar su apellido y tal vez ni se llame Juan. Caminaba lentamente por el buque, arrastrando los pies y mascando chicle con la boca abierta. Campera de cuero negra y anillo dorado en el anular. Sonrisa desafiante. “Me separé hace un tiempo y ahora no trabajo. Todavía sigo creyendo que estas cosas me van a ayudar a pagar el alquiler.” Señala las maquinas. Ellas, seduciéndote con sus colores fuertes y brillantes. Te cuesta sacarle los ojos de encima. Te intrigan, resplandecientes en cada esquina del salón. Querés presionar todos los botones, saber de qué se trata. El mínimo es cinco pesos, si perdés, no perdés nada.

Una reluciente, recargada y lujosa sala de psiquiátrico. Solitaria y llena de gente. Triste y al ritmo del “Bombón Asesino”. Más que un tragamonedas, un tragavidas. Copas de champagne, luces y destellos. La ilusión de estar navegando hacia la nada. Desafortunados que sacaron un pasaje a ningún lugar. Tomando, fumando, apostando, y haciendo, de vez en cuando, la señal de la cruz.

*La autora fue una de los diez ganadores del 1º Premio de Crónica de Fundación TEM para estudiantes de periodismo.

Redactado por

Scroll al inicio