Punto Convergente

Bondad tras la guerra

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Dicen que las miradas hablan, expresan, reflejan. Es en la de él que se pueden ver aviones de guerra. El pasado se trasluce en sus ojos. Son verdes. Y grandes. Y los mantiene abiertos, a la expectativa de la siguiente pregunta.

“Dale Pipi, acordate”, dice Josefina, su nieta de 18 años, mientras Aldo recuerda cómo fue que le ocultó la verdad a Silvia Clavaguera.

-Sil…mi amor…
-Qué Aldu…
-Prometeme que no te vas a enojar si volvemos al tema…

Josefina ríe y me mira. “Es siempre así. Es más bueno…pero pocas cosas son tan dolorosas como mentir de la manera en la que hizo él”, dice mientras Aldo Rubén Ríos se toca una y otra vez la frente con su dedo índice, como si el recuerdo fuese a volver gracias al impacto de su dedo flaco y arrugado.

Silvia Clavaguera, su esposa, se acerca fastidiosa a la mesa redonda de la cocina donde están sentados Aldo y Josefina, y clava la mirada en la persona que la acompañó en sus últimos 60 años de amor.
Le saca de las manos el pedazo de budín de naranja que acaba de agarrar.

“Te lo resumo en una palabra: terco. Es terco. Siempre lo fue. Preguntale qué nos hizo hace 32 años”. Enojada. Ofendida. Y Aldo, como un perro con la cola entre sus patas traseras, se justificó: “Lo hice por amor a ustedes”.

La cocina se muestra conectada directamente con el living de la casa. En la pared de color marrón cuelgan cuatro cuadros. En todas aparece Aldo. En una está con la familia completa: esposa, sus dos hijos, sus cinco nietos y la perra, India. De lejos, sentado desde la mesa, mira esa foto con admiración. “Es muy difícil despedirse de las personas que amás sin saber si alguna vez vas a volver a verlos. No sean así. Se ponen en el lugar de otro cuando quieren ustedes, eh”, dice con ojos vidriosos.

El momento se volvió tenso. Y parece que es algo que pasa seguido. El ambiente se vuelve tenso cada vez que se toca el tema. No importa que día del año es, la tensión viene de la mano. El portarretrato que cuelga en la pared, está acompañado por otros tres de menor tamaño.

“Son sus tres pasiones: literalmente sacrificó todo por esas cosas”, complementa Silvia, haciendo referencia a las fotos colgadas. En una, se encuentra Aldo parado junto a un KC-130 en el aeródromo. En otra, con un Canberra B-108. Y en la tercera, se puede apreciar a Aldo, morocho, el día en que se recibió de piloto militar.

Hoy, a sus 78 años, “Pipi” trabaja en el área de seguridad de la línea Los Andes, luego de haber dejado también su huella en Austral. Una vez finalizado sus estudios secundarios en 1955, su fanatismo por los aviones lo hizo viajar a Buenos Aires para poder concretar lo que fue siempre su sueño.

“Toda mi familia quedó en Tucumán. Fue una dura etapa…hasta que conocí a Sil”, dice Aldo, pícaramente, mientras mira de reojo a su esposa, buscando que saque una sonrisa.

“Pipi. Noble, servidor, abuelazo, solidario, bueno. Rama. 2009” dice la cartita que cuelga en la heladera, hecha por su otro nieto, Ramiro, para su cumpleaños. Ahora, canoso, no hace otra cosa que disfrutar de su profesión. “Sí, fue un error”, logró largar Aldo Ríos de su boca.

Fue así, con cuatro palabras, que el hombre de baja estatura logró reconocer lo que tanto le reprochaba su mujer. Y era que, mientras Margaret Thatcher desayunaba un té inglés en los salones del Palacio de Westminster, Aldo ponía excusas ante su esposa y sus hijos para poder viajar a Malvinas una y otra vez como piloto de avión.

“Los traicioné”, acota mientras toma de a sorbos el mate cocido que Josefina le había preparado hace ya un rato. “Pero, ¿qué querían que hiciera? La gente moría, y yo a mis 46 tenía que hacer algo. Veía morir adolescentes…tenían casi la misma edad que mis chicos. Algo tenía que hacer”. Siente que los traicionó. Que mintió. Sabe que lo hizo con la intención de no herir a su familia, pero la estaca quedó hundida en los Ríos, y hasta ahora no se la pudo rescatar de ahí.

En el cuarto de al lado, en el escritorio, estaba sentada Silvia, con el mate en las manos. Arriba, por encima de su cabeza, trofeos de vóley y de aviación. “Era un máster jugando al vóley, la clavaba siempre”, dice su esposa, quien lo conoció a los 20 años, en el Club Banco Nación, cuando ella hacía patín. “Es buenísimo en muchas cosas, pero discutiendo, le paso el trapo”, afirma esta mujer escandalosa aunque simpática. Sin embargo, Silvia afirma que la actitud y la personalidad fueron dos cosas que siempre le faltó a su esposo: el poder de decir que no a las cosas que le hacen mal a él y a su familia nunca estuvo presente.

Tan solo veinte minutos más tarde, apareció Alejandra por la puerta de servicio de la casa de sus padres. El sueño del viejo canoso de casi 80 pirulos, había sido construir una casa en el municipio de Tigre, donde ahora la familia Ríos revive y vive las historias del pasado y del presente. Aldo, caminando desde la cocina hasta el living, pudo evidenciar la felicidad que le sobrepasaba por las venas al escuchar la voz de su hija. Desde ese instante se notó cuál era la debilidad más grande del hombre dueño de aviones. “Nenaaaaaaa, ¡llegaste!! ¡Esta vez sí tardaste de más!”, le gritó, como si estuviese a 10 kilómetros de distancia. El abrazo me estrujó hasta a mí.

“Mi papá…lo puedo describir de muchas maneras. Pero puedo destacar que siempre me dio los gustos, ja! Me malcrió bastante de chica” dejó bien claro Alejandra, esposa de Daniel Diez, padre de Josefina y Ramiro.

“La pasión por el país, la entrega, el sacrificio…muchas cosas me dejó la guerra de Malvinas. Desde el momento en el que despegué supe aprender a valorar los momentos en familia. No hay nada peor que vivir con la duda. La duda de no saber si volvés a ver a tus seres queridos o no”, reflexiona Aldo. “Siempre supe que las cosas serían muy difíciles de afrontar, y más sabiendo que mi familia no sabía nada de lo que estaba ocurriendo”.

Era en junio de 1982 cuando Aldo Ríos le informó a su esposa y a sus dos hijos que se tendría que ir a Uruguay por trabajo. “Les dije que me tenía que ir cinco días cada quince, para poder mantener de mejor manera a la familia”, cuenta con vergüenza y humillación.

Detrás de toda esa mentira, Aldo iría y vendría constantemente de Argentina a Malvinas con el propósito de dar una mano con el traslado de armas, comida y ropa para los combatientes. “Posta yo no sé cómo no se daba cuenta del peligro al que se estaba sometiendo: en cuestión de segundos el avión podría haberse estrellado o haber recibido un misilazo”.

-Miriiiiiiii
Silencio
-¡Miriam!
-¡Señor, ya voy señor!
Se escucha cómo las zapatillas dan duramente contra el piso de madera.
-Sí, señor, perdón.
-Miriam, tomate libre lo que queda del día
-¿Está seguro? Mire que me queda bastante por hacer todavía
-No importa, andá que en casa hay bastante gente y también se armó medio despelote. Después arreglamos el día para que vuelvas.
-Gracias señor, gracias
-De nada, pedile a Josefina que te cierre la puerta que estoy ocupado con una entrevista

Y así se despedía Aldo de la empleada. Y así le daba el día libre a la empleada un viernes a las 11 de la mañana. No es el primer gesto de bondad que el dueño de casa realiza para con la muchacha extranjera que trabaja en la casa.

Aldo, que perteneció al Escuadrón Fénix durante la guerra de Malvinas que dejó tanta violencia y más de 600 argentinos muertos, vive sus días con felicidad pero con recuerdos duros y fríos que le dejaron las mentiras y las traiciones. “Creo que lo que a mí me perjudica, es vivir con la conciencia sucia. Pasa por ese lado, no por el hecho de haber vivido malos momentos, porque los malos momentos los puede vivir cualquiera, y eso lo maneja el destino”.

“Yo elegí mentir. Yo elegí este camino. Me arrepiento, eh. A pesar de que las cosas están bien ahora, no están del todo bien como a mí me gustaría. Pero ya está. Son caminos y bifurcaciones que uno toma. Y yo elegí este” dice Aldo, mientras pone cara de asco. “El mate cocido se enfrió”.

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