La unidad carcelaria alberga a los reclusos que están próximos a quedar en libertad. Antes debieron cumplir con un programa de aprendizaje de oficios y pronto tendrán la opción de acceder a estudios universitarios.
Un descampado se extiende entre el muro que significa el final de la Unidad 47 y el cerco que da comienzo a la Unidad 48. Pasto seco, algún que otro árbol moribundo y un basurero con chatarra conforman el marco de las seis casillas que alojan a presos próximos a recuperar la libertad. Las paredes son de material, ladrillos desnudos, grises para no desentonar. Los techos de chapas superpuestas, algunas ya oxidadas. En su exterior acumulan basura o tienen algún banco; la casa de Alan tiene un toldo (también de chapa) con unas sillas y una bolsa de box colgada de los fierros que sostienen el techo. La casilla cuenta con todos los servicios, un baño, cocina y dormitorio, todo en un ambiente, casi un hotel de turismo. En estas casillas no hay seguridad cerca, solamente hay requisa por la mañana y por la noche, el resto del día están a merced de su conciencia y, a lo lejos, los guardias los miran de reojo. Este es el régimen abierto del Penal de San Martín, de extramuros, destinado a la reinserción próxima. Al menos eso dicen.
Temor a lo desconocido
“Yo en cuatro meses ya estoy afuera, me muero de la ansiedad, no se puede vivir más acá adentro”, resopla Alan largando humo por la nariz y comiéndose las eses. Habla mucho y rápido, siempre con un tono de queja, como si la vida hubiese sido demasiado dura con él. Y lo fue: desde los 18 que está rebotando por distintos penales, entrando y saliendo (La Plata, Florencio Varela). Hace siete años que está en el penal de San Martín y van dos meses desde que vive en las casillas, cumple cinco condenas, pero solo una de ellas está firme.
Ayer se durmió tarde y la cara lo delata, muestra una falsa simpatía con todos los que pasan en sus autos de lujo rumbo a Espartanos, el equipo de rugby integrado por reclusos. Falsa simpatía porque le guarda cierto rencor, pasó solo tres meses en la U48 porque tuvo un par de inconvenientes que lo terminaron apartando del grupo. Lo mismo le pasó en la 46 y la 47, lo tuvieron que sacar para que no le claven una navaja mientras dormía. Por eso, su destino fue las casillas, todavía le faltan cuatro meses para salir nuevamente a las calles y no se lo ve muy preparado.
“Vivir en las casillas está piola, si te digo la verdad a veces me entran ganas de quedarme: agua, luz, gas y electricidad gratis, afuera hay que laburar”, y lo dice con cierto desgano, sabiendo que no va a poder escaparle a la inexorable necesidad de ganarse unos pesos (trabajando) para poder vivir. Por ahora pasa sus días desvelándose hasta tarde, para despertarse con el hambre que viene después del mediodía. Lleva una vida sin preocupaciones, durmiendo hasta tarde y acostándose con el sol, desperdicia los días entre cigarrillos y peleas con internos, admite haber transgredido las reglas ante la desatenta mirada de los guardias o su intolerable complicidad.
“Por unos mangos el de la entrada te deja pasar unas minas, a la hora de la requisa la escondés y después podés estar toda la noche de joda”, cuenta riendo mientras se va alejando con la risa todavía en la boca y se mete en uno de los puestos de vigilancia. Unos minutos después volvió con una bolsita abierta en la mano y mira con deseo el contenido: unos gramos de marihuana. Por làstima este no es un hecho del cual uno deba sorprenderse. Todas las semanas Alan se cruza a la casilla de seguridad para buscar su dosis semanal a cambio de unos cientos de pesos. Cuando no tiene efectivo igual conseguía la droga porque “a cambio de unas cosas te puede dar algo, esa campera son dos porros y estas zapas son tres porros”, y deja en claro cómo funcionan las cosas en este reino sin rey ni leyes; se va con un cigarrillo colgado de los labios y se mete en su casita.
Paragua y albañil
Pantalones Adidas azules, camperón rojo, visera. Silencioso y cabizbajo a pesar de ser enorme. El Paragua toma mate y no habla mucho mientras el sol sigue sin aparecer sobre el penal de San Martín. El veinteañero contesta lo justo a sus visitas que no quieren despegarse de su presencia pacífica, el sorbo final de cada mate se hace escuchar en los interludios de la conversación.
Vive en una de las casillas del penal. El Paragua puso el ladrillo de cada una como lo hacía a los 12 años con su padre. El tono de su voz subió cuando pronunció esa palabra, es un hombre desde muy chico gracias a lo que le enseñó su padre. Ahora se autodiferencia de los demás compañeros de las casillas como un “rescatado”, al tiempo que los otros “andan en boludeces”. Él se despierta temprano, no duerme hasta tarde, y durante el día se la pasa trabajando hasta que el sol se oculta. Ahora está armando otra casilla, pero esta va a tener una finalidad distinta: un aula donde se puedan dar cursos a cargo de la UNSAM (Universidad Nacional de San Martín). “Ya trajeron una computadora los de la facultad, solo falta terminar de revocar las aberturas, pero soy el único que parece interesado en terminar esto”. El Paragua se quiere dar una oportunidad más y usa todas las herramientas que tiene a su alcance para poder volver a la vida que alguna vez tuvo, hace varios meses que está luchando para que un juez le permita hacer salidas transitorias y ver a su hija. Tiene todo a su favor: buena conducta, horas de trabajo y actividades educativas, pero su pedido no prospera, otro punto en contra para el sistema penal.
Salidas Transitorias
La Ley 24.660 es la que vela para que la ejecución de la pena privativa de la libertad no sea solo un castigo sino un período en el que el preso comprenda las reglas que regulan la sociedad y lograr una reinserción adecuada para el interno. Una de las herramientas para ayudar a la reinserción son las salidas transitorias estipuladas en el artículo 16 y 17 de la ley: “afianzar y mejorar los lazos familiares y sociales; para cursar estudios de educación general básica, polimodal, superior, profesional y académica de grado o de los regímenes especiales previstos en la legislación vigente; y para participar en programas específicos de prelibertad ante la inminencia del egreso por libertad condicional, asistida o por agotamiento de condena.”
El director del establecimiento, por consejo de algún asistente social, es el que le pide a un juez la libertad de darle a un preso salidas de doce o veinticuatro horas siempre y cuando el interno tenga buena conducta y haya cumplido con las horas de trabajo semanal. Durante 2015 un total de 118 internos entraron en el proceso para pedir salidas transitorias y durante ese año solo se lo concedieron a 7, el resto fueron denegadas o nunca se obtuvo respuesta, según el Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (SNEEP).
El Paragua retoma con detalles comunes de las andanzas de sus compañeros: “se emborrachan, se duermen tarde, hacen quilombo y no es extraño que terminen a las trompadas”.
Cuatro son los años que seguramente estarán en su memoria cuando en octubre salga. Le costó calcular el mes de salida: el Paragua solo piensa en su labor de albañilería.. Se va a llevar del penal de San Martín oficio en carpintería y electricidad. “¿Cuando salga? Encontrar trabajo rápido. También podría estudiar Derecho”, confiesa y revela una sonrisa que mantuvo oculta durante horas, quizás no todo esté perdido para él. Quizás no todo esté perdido entre los muros.