Miércoles 19 de agosto, ocho de la noche. En el primer piso del amplio salón donde se llevan a cabo clases de salsa, rock y tango, ya se respira música. La clase de salsa está llegando a su fin, al ritmo de La Palomilla. “Pisa ella, piso yo y cuando gira ella giro yo”, la instrucción del profesor sonaba prácticamente imposible de realizar.
La gente va llegando del frío de la calle y se prepara para la clase de tango de las 20:15. Las mujeres lucen un estilo oscuro, misterioso: tacos negros, algunos con detalles brillosos y vestidos cortos. Las más experimentadas, arriesgan sus piernas al uso de tacos aguja. Los hombres, con un perfil más bajo, se colocan los zapatos negros y esperan a que sea la horade comenzar. Pero todos miran, miran a los bailarines de salsa, como si pertenecieran a un mundo diferente.
Gustavo, profesor del evento “SI tango”, llama a sus alumnos para empezar. Viste un traje y unos zapatos extravagantes, de piel de animal, que resaltan sobre los de los demás. Tiene todo para parecer un auténtico tanguero, solo le falta el sombrero. Ni bien empiezan la música, algunas parejas se sueltan a bailar. De un lado de la sala, los más avanzados “los que vienen a perfeccionarse”, como dice Gustavo, empiezan con un poco de baile libre. “Me parece una danza sensual, sobre todo para la edad que tengo. Si bien bailo de todo, cuando uno es mayor se va tirando al tango”, decía Elsa minutos antes de unirse a su pareja como suele hacer todos los miércoles desde hace tres años.
Con tan sólo mirar unos minutos, y sin saber mucho acerca del tango, es posible captar lo que parecería ser “la magia del tango”. El hombre guía a la mujer, le indica que hacer pero sin la necesidad de decir una palabra. Con tan solo moverse se entienden y sincronizan sus movimientos a la perfección.
Gustavo toma a Marcela, mujer de asistencia perfecta a las clases de los miércoles para enseñar unos nuevos pasos, o contrapié, como lo llama él. “Hacemos un rulito, una canchereada y salida cruzada, o como se le suele decir salida Villa Urquiza”. Una mujer se queja ante su pareja, no entiende muy bien su interpretación de “la canchereada”. Él, en el intento de impresionarla le dice: “¡Pero si está bueno che! Es un truquito que tengo”.
A eso de las 20:45 una mujer rubia, muy coqueta, llegó a la clase. No perdió un minuto en dejar sus cosas y se puso a practicar con una silla. “Por lo menos no me pierdo el paso”, comentaba Barby, como la suelen llamar sus amigos. “Hace dos años que bailo acá, es una buena terapia”, asegura.
Para las nueve y media el salón se empieza a poblar y la música empieza a subir; se escucha “Como has cambiado pebeta”- y las luces bajan: La milonga está por comenzar.