Un hombre con campera de cuero camina despacio entre los bancos agrietados, que originalmente fueron blancos, pero ahora son grises. Mira las fotos que se exhiben a ambos lados de tres paredes de metal atornilladas al suelo: 194 rostros de adultos, adolescentes, niños y hasta bebés de 10 meses. Camina arrastrando los pies, a paso lento, hasta llegar al borde de un cantero que cumple la función de banco para parejitas enamoradas o algún hambriento que devora una porción de guiso contenida en una bandeja de plástico.
Han pasado casi once años, pero en el barrio de Balvanera no hay indicios de cicatrices, solo rastros de heridas abiertas.
Mario se sienta en el borde de ese cantero, de espalda a las flores y de frente a la placa que dice: “En este lugar funcionó el local bailable clase “C”, “República Cromañón” donde ocurrió la tragedia evitable del 30 de diciembre del 2004”. Evitable. Esta palabra intenta perderse entre tantas letras, pero no puede, hace ruido y martilla la mente de quien la lee.
La tristeza se apodera de sus ojos rodeados de algunas arrugas, su boca se tensa en una línea, recuerda, reza y piensa. “Nicolás era íntimo amigo de Erica, mi hija”, explica. El joven tenía 19 años, había venido al recital. Su tío trabajaba en Congreso, salía de trabajar tarde. Fue él quien lo encontró, entrada la noche, bajo una montaña de cuerpos sin vida afuera del horno gigante. “Era todo confusión”, dice Mario y reconoce que, en medio de la desgracia, esa familia tuvo un poco de suerte. Nadie debió recorrer el día siguiente morgues y salas de hospitales buscando a Nicolás, como lo hicieron otros.
Esa noche, Mario estaba trabajando en Belgrano. Desesperado, se cansó de llamar durante horas a su casa, a dos cuadras del boliche, donde dormían plácidamente su mujer y su hija, ajenas a lo que pasaba a unos metros. “Erica no era fan de la banda, pero sus amigos…”, se lamenta. El hombre reconoce que el alma le volvió al cuerpo cuando la vio sana y salva, pero ese era el inicio de un triste relato. “Siempre vengo y hago una oración por los chicos”, dice con tristeza casi once años después.
El retrato congelado de Nicolás Alejandro Colnaghi está en ese santuario, un poco perdido entre los otros 193. Su sonrisa es radiante, sus ojos observan la cámara con alegría a través de un par de lentes, como lo hace cualquiera a los 17 años. “Quería ser periodista deportivo, como su primo Pablo, y también quería estudiar para cheff. En el 2005 se habría egresado y se habría ido a Bariloche, un viaje que ansiaba muchísimo. Era hincha fanático de Chacarita”, dice de él su prima.
“Es triste por los chiquitos”, comenta Mario, que está seguro de que en el baño de República Cromañón funcionaba una guardería la noche del 30 de diciembre de 2014. Este hecho nunca fue comprobado, pero las fotos en esas paredes de metal revelan uno de los aspectos más difíciles de digerir de la tragedia.
En la foto, Macarena Sol Cwierz tiene un teléfono pegado a su oreja y mira hacia abajo mientras juega a ser adulta. Tenía 4 años y seguía a su papá a todos lados, incluso a los recitales. La volvemos a ver en la foto de al lado, que homenajea a Sebastían Ricardo Cwierz pero donde también está el rostro inocente de su hija. Macarena Sol es solamente una entre tantos otros chicos que perecieron junto a alguno de sus padres.
También se hace presente en ese muro Ricardo Cordero “Tuti”, un morocho de Luján que muestra todos los dientes en la imagen congelada en el tiempo. Tenía 10 años y siguió a sus dos hermanos mayores al recital de Callejeros. Nacho Cordero era el mayor y acompañó a “Tuti” en su destino trágico. Francisco aún vive. “Perdón por no haber podido salvarlos. Yo no los quise abandonar, me quería quedar con ustedes. Pero, no sé cómo, mi cabeza empezó a pensar en el futuro de los nuestros. Me acordé de mami y papi… ¿Qué iban a hacer sin sus tres varoncitos?”, escribió Francisco Cordero en una carta dirigida a sus hermanos fallecidos.
Podríamos hablar de todos, pero necesitaríamos un libro entero. Además, no solo los 194 que abandonaron el mundo entre los muros de esa cámara de la muerte componen las víctimas de Cromañón. La tragedia no se quedó dentro de los límites de Balvanera ni en el año 2004.
Cada tanto nos enteramos de una nueva víctima, de alguien que no dio su último respiro entre esas paredes pero cuya alma agonizó durante años. Muchos no encuentran paz en vida y deciden terminar el suplicio por mano propia.
El último de ellos fue Martín Cisneros, que se suicidó en febrero de este año, dejando atrás una esposa y dos hijos. Luego de 10 años contaminados por angustias y ataques de pánico, se dio cuenta de que no valía la pena levantarse cada mañana. Por ahora, son 17 las víctimas tardías de la tragedia.
Estos casos siempre serán noticia en los diarios, Cromañón es una herida que sigue abierta. Algunos aún viven, pero en el tormento. Dopados con pastillas para olvidar, en una interminable pesadilla, van del psicólogo al psiquiatra.
Quién sabe hasta cuándo van a durar. Podríamos también hablar de algunos padres de víctimas, que tampoco aguantaron la vida marcada por la ausencia de un hijo y decidieron darse muerte a sí mismos. En el santuario de Cromañón hay placas que los recuerdan.
Más de una organización surgió a partir de la masacre. “No nos cuenten Cromañón” lucha por lo que ellos llaman verdadera justicia, y cada tanto marchan para que se reconozca la inocencia de Callejeros. Por otro lado, “Que no se repita”, una organización compuesta por familiares de víctimas de la tragedia, también pide justicia pero sostiene que los chicos de “Callejeros” no eran ningunos “chicos”. Los miembros de la “Asociación Civil Sobrevivientes República Cromañón” resolvieron que era necesario dejar de lado las opiniones con respecto a las responsabilidades y culpabilidades, porque eso los dividía, y lucharon por una ley que ampara a los sobrevivientes: la Ley de Reparación Integral, que ampara a las víctimas y familiares proporcionándoles asistencia psicológica. Hoy, la “Coordinadora Cromañón” empuja para convertirla en ley nacional.
Otra repercusión importante de la tragedia es la concientización con respecto a los boliches de la ciudad que no cumplían con todos los parámetros de seguridad establecidos por la ley. Durante los días siguientes a la masacre se realizaron controles por parte del gobierno de la ciudad de Buenos Aires en los locales bailables de la capital de país.
La cuadra del boliche fue un lugar sagrado desde el momento en que tantas personas dieron allí su último soplo de vida, permitiendo que la noche del 30 de diciembre de 2004 se convierta en eterna y la oscuridad invada sus ojos vacíos.
No volvieron a circular ni autos ni colectivos por el lugar donde hace más de 10 años fueron apilados cuerpos sin vida, donde familiares y amigos reconocían cadáveres, donde paramédicos y bomberos corrían entre muertos y vivos en medio de un caos total, donde las víctimas que eran rescatadas con vida se incorporaban para dar una mano a los que aún estaban adentro, muchas veces pagando el precio de la osadía con la vida misma. No olvidemos que había más de 3000 personas ahí adentro cuando todo empezó a arder.
Sin embargo, el santuario fue inaugurado como tal en diciembre del año pasado, a diez años de la tragedia. El día en que se cumplía la década se vivió una jornada de homenajes y se celebró la creación de esa peatonal santa. La calle está habilitada de forma paralela para la circulación de taxis y colectivos exclusivamente desde el año 2012.
En esa pequeña peatonal, sobre la calle Bartolomé Mitre, entre Jean Juares y Ecuador, hay una paz sagrada. Da la bienvenida una bandera de un gris descolorido, que flamea junto a innumerables zapatillas cuyos cordones están atados de un cable que atraviesa el santuario. Atrás, dos cruces cristianas, una estrella judía y una luna y estrella islámicas. Algunos bancos terminan de dar forma a este templo plurireligioso a cielo abierto. En el suelo, un gran “JUSTICIA”.
Es evidente la mayor inquietud de los que quedaron después de la tragedia. Los padres, amigos y sobrevivientes no pueden llorar en paz, sienten que hay responsables que viven en impunidad y que las muertes de sus seres queridos fueron en vano. En cada rincón del santuario se respira tristeza y protesta. “Justicia” figura en las paredes, en la cruz, en forma de mujer que sostiene una balanza inclinada a favor de un signo de pesos. “10 años gritando por los que no pueden gritar, pero están”, los muros rezan por los ángeles masacrados en Cromañón y piden justicia para que descansen en la paz que se merecen.
Una pareja se acerca de la mano, deben tener alrededor de 30 años cada uno. Una melena de rulos se impone sobre la cabeza de ella, donde nace una larga rasta que culmina en la cintura. Su acompañante también tiene el pelo desordenado. Se paran de la mano y observan el santuario. Se quedan unos segundos en silencio, mirando, recordando, pensando. Luego se van a paso lento, sin hablar y sin sonreír.
Se acerca el mediodía, ese domingo el comedor que se encuentra cerca de allí ofrece guiso de arroz. Una pareja de jóvenes se sienta en los bancos del santuario para disfrutar del almuerzo, a su lado dos ancianos hacen lo mismo.
Una botella de Corona, olvidada y con aún un rastro de cerveza está apoyada junto a un despelechado pinito. Podría parecerse a un arbolito de navidad decorado por un par de preescolares sin ayuda, pero en ese lugar es otra cosa. De él cuelgan CDs, viejas guirnaldas y flores artificiales.
Unos metros al oeste, un mural recrea lo que había antes detrás de esa pared. Un fondo negro, poblado de estrellas, cadenas que atraviesan las puertas con candados inexplicablemente cerrados, claves de música sobre pentagramas que desaparecen en la oscuridad, un corazón partido, manos que piden auxilio, un par de zapatillas aladas. Si se presta mucha atención, si todos se callan, los colectivos dejan de escupir aire por sus caños de escape y se vuelve un poco atrás en el tiempo, se pueden escuchar los gritos desesperados de las almas que quieren salir de esa tumba caliente donde fueron enterrados en vida.
Un señor canoso, de buzo a rombos, pantalón y zapatos lustrados camina por el santuario. Su ceño permanece fruncido desde que llega hasta que se va. Observa las fotos, una por una, como rindiendo homenaje a cada víctima. Camina hacia donde está lo que quedó del boliche y se sienta frente al mural, mira el reloj y suspira. De su mochila saca una estampita, la deja en el pequeño canal de agua que corre detrás de los bancos y divide la peatonal de los canteros llenos de flores. Luego de unos minutos, el hombre se incorpora y se va, arrastrando los pies.
Un chico que aún no ha entrado en la adolescencia pasa caminando rápido, viste un jean gastado y una campera impermeable azul. Al verlo, uno se imagina que es indiferente a la tragedia y que solo atraviesa el santuario para llegar al otro lado. Sin embargo, un gesto que dura menos de un segundo ilumina su visita al lugar. Al pasar entre las paredes de fotos, sin detener su andar, se lleva una mano a la boca y besa sus dedos. Luego, posa esos dedos en una foto específica, la de una mujer. A través de su mano el beso atraviesa el tiempo y el espacio y llega hasta esa joven que dejó su vida en Cromañón. Ni en la muerte está sola, ni es olvidada.
Nunca deja de llegar gente, aunque se trate solo de curiosos, a este monumento en pie nunca se lo deja solo. La escena del crimen convertida en símbolo del dolor sigue presente hasta en la mente del Papa. “Las heridas duelen y aún más cuando no se tratan con ternura”, dijo el pontífice en una carta escrita en Roma y leída en Buenos Aires cuando se cumplieron 9 años de la tragedia. También en el 2013 Francisco dirigió una carta a Pato Fontanet, quien era el cantante de la banda.
También se acercan muchos curiosos que sacan fotos del lugar, miran las pinturas, leen las inscripciones en la pared. Algunas recuerdan la noche con una frase de un tema de Callejeros, la banda que musicalizó la película de terror que vivieron en carne propia tantos chicos: “Los cristales y puñales son señales”. Hay leyendas bajo las fotos que romperían el corazón de cualquiera: “Andy, hijito, te extraño desesperadamente”.
Casi once años, la herida no cicatriza. Sigue latente el pedido de justicia, aún no hay un culpable tras las rejas. Nada más piden los que quedaron, pero sigue en discusión la inocencia o culpabilidad de aquellos que estuvieron relacionados con el trágico hecho. Los familiares y amigos no pueden estar tranquilos pensando que sus seres queridos aún no logran descansar en paz. No saben a dónde más ir a pedir justicia, pero no se resignan. La lucha continúa, con la incertidumbre de no saber si alguien va a hacerse responsable de una catástrofe que se llevó casi doscientas vidas y dejó tantos rasguños en los que sobrevivieron.
Un ángel de yeso, de un poco más de medio metro de alto, reza y acompaña a los que sufren. Algunas palomas se posan sobre él, otras se bañan en el agua junto a las flores y dan algo de vida a este lugar tan lleno de muerte. Mario regala una mirada al ángel al levantarse del largo banco que delimita el cantero, como despidiéndose de un compañero.
Camina a paso lento, arrastrando los pies y se aleja despacio de las flores. Pasa junto a las tres paredes de metal que están atornilladas al piso y exhiben las fotos de 194 rostros que no sabían que al despedir el año en un recital iban también a despedir la vida. Se acerca a los bancos agrietados, que originalmente fueron blancos, pero ahora son grises. Mario pasa junto a los símbolos religiosos y la bandera descolorida. De este modo abandona el lugar sagrado, pero no lo abandona del todo.