En el Casino de Buenos Aires el que no arriesga no gana, y el que arriesga tampoco.
Por Bautista Otero
“Porqué me vas a cagar a trompadas, sos vos el equivocado. Yo acá vengo a ganar plata”, se escucha decir a un hombre de traje que camina apurado hablando por teléfono. Esa frase, en otro contexto, podría ser adecuada. Pero no lo es. Está atravesando a pie el estacionamiento del Casino Flotante de Buenos Aires y acaba de perder $50.000.
Foto: Bautista Otero
Igualmente, la mayoría de la gente que ingresa al Casino, además de salir con menos dinero en sus cuentas de banco, lo hace en auto. El estacionamiento está lleno a cualquier hora del día, y los que no asisten en sus autos particulares, lo hacen en taxi. La puerta de ingreso parece la de un aeropuerto, con una fila de tacheros esperando a futuros clientes a los que, sea cual fuere la tarifa del viaje, probablemente no les resulte cara en relación a la suma de dinero que acaban de perder.
Foto: Bautista Otero
Es martes 21 de septiembre, y aún es obligatorio el uso de barbijo en todo el país (aunque ya casi no se respete). En la antesala a lo que es el casino en sí hay un par de locales para hacer compras, dos lugares de comidas y un guardarropas gratuito, en el que, por el momento, regalan barbijos a aquellos que olvidaron traer. Un letrero luminoso indica cuál es la entrada al casino, en la que luego de pasar por un control con un detector de metales, uno se adentra en un laberinto sin salida.
Foto: Bautista Otero
Salas repletas de slots (tragamonedas). Una oscuridad aparente que es alterada por la infinidad de luces de colores que parpadean incesantemente, descoordinadas, en cada una de las maquinitas. Desprenden una música constante y una serie de efectos de sonido chirriantes. En los pasillos de transición entre una sala y la otra hay espejos, en las paredes también. No hay ventanas. Pareciera que no pasa el tiempo (o pasa muy rápido, depende de la suerte de cada uno). Para el ajeno, se genera un ambiente insoportable, irritante, pero están todos tan inmersos en sus respectivas pantallas que los estímulos que los rodean no los afectan en lo más mínimo.
Fotos: Bautista Otero
María Marta está jugando en una de las máquinas del 1er piso al lado de las escaleras. Lleva sentada más de dos horas y planea quedarse un par más. Tiene la espalda ya encorvada, anteojos para ver de cerca, un bastón apoyado en el asiento, el pelo (el poco que le queda) color blanco y arrugas en la cara. Cada tanto acaricia la pantalla como si le fuera a dar suerte. No estaría funcionando. Además, besa una imágen de la virgen que tiene en la billetera cada vez que la abre para sacar más billetes.
“La máquina es tramposa”, asegura mientras ingresa $500 más. Gana cien, pierde doscientos, recupera los doscientos, gana trescientos más.Pierde todo. Vuelve a apostar. Es un loop interminable. Se enoja, se levanta con las piernas entumecidas, agarra el bastón y, dando tumbos, se dirige a otra máquina para “cortar con la mala racha”. Spoiler: Sigue perdiendo.
Los asientos son cómodos, acolchados. Algunas máquinas tienen apoyapies. Hay una barra (bar/cafetería) en cada piso, pero no suele haber gente comprando ahí. Por lo general llevan los pedidos directamente a dónde sea que el cliente esté jugando, para que no haga falta ni que se levante, que pueda seguir perdido en su pantalla. Se puede ver personas acumulando tazas de café y vasos vacíos.
Foto: Bautista Otero
Son las dos de la tarde. O las diez de la noche. Hace frío, o calor, ¿llueve?. Es lo mismo, nadie sabe, el casino es un mundo aparte. La única zona que tiene un mínimo contacto con el exterior es la zona de fumadores del 2do piso. Por momentos se filtra un poco de “olor a puerto” entre el olor a cigarrillo que ya está instalado. La sala no está aislada herméticamente como el resto del casino, sino que está rodeada por una lona blanca. Por esta entra aire y, por momentos, se asoma un poco de luz del exterior. Se pierde un poco el trance del resto del lugar. Igual no es necesario, los que están ahí tienen otro vicio que los retiene. Hay ceniceros en todas las máquinas y, como es de esperar, absolutamente todos fuman.
En el 3er piso, Matías y Cinthia, ambos de unos sesenta años, abandonan sus asientos y se dirigen a las escaleras mecánicas. En el camino dejan atrás a una señora a la que no le parecía suficiente jugar en una máquina, sino que desde un mismo asiento apostaba en dos al mismo tiempo. Ellos se conocieron ese mismo día, estaban jugando uno al lado del otro. Después de un rato terminaron entablando una conversación que llevarían hasta la salida del casino.
Foto: Bautista Otero
—La verdad es que ya estoy cansado de venir todos los días y perder diez lucas, se me va el sueldo —dice Matías agarrado a la baranda de la escalera.
—Yo no vengo todos los días, pero pierdo de a cincuenta, que es casi peor —intenta consolarlo ella.
El miércoles 21 de septiembre el Ministerio de la Nación dispuso que ya no sería obligatorio el uso del barbijo. El viernes de esa misma semana, en el Casino Flotante de Buenos Aires, sigue siendo obligatorio para ingresar, solo que ahora, a diferencia del martes pasado, no los regalan más en el guardarropas. Se venden a $100. La gente, como es de esperar, asiste sin barbijo y se ve obligada a comprarlo. Para variar, el casino está un paso adelantado de su público.
—Es un negocio esto del barbijo porque ni en el colectivo hay que usarlo. Es un choreo, me hacen perder plata —reclama un hombre enojado mientras le paga la mujer encargada de venderlos.
—Yo no pongo las reglas señor, solo los vendo —replica la mujer con serenidad.
Habría que informarle al hombre que dentro del casino la apuesta mínima es de $100, y que, muy probablemente, esté a punto de perder mucho más que eso. Además, el negocio del barbijo es insignificante en comparación al del mundo de las apuestas, pero cada uno con lo suyo.
Los viernes hay un poco más de gente, y donde más se evidencia es donde están los juegos de mesa. Ruleta y blackjack son los que más se juegan. El ambiente es diferente al resto del casino, invita a quedarse. Está mejor iluminado, las luces de colores y el ruido de las máquinas casi no molestan, la temperatura está mejor regulada y hay olor a chocolate. Además hay más interacción humana, ya sea entre los que están jugando, con el crupier o el que gira la ruleta.
Foto: Bautista Otero
En estas salas se puede dividir a la gente, a grandes rasgos, en tres grandes grupos. Primero están los que creen que controlan el juego. Anotan, comentan y apuestan en base a suposiciones que en general están erradas, y si no lo están apuestan lo ganado para perderlo en el siguiente turno. El segundo grupo son los turistas o personas que están de festejo. Destacan del resto porque están felices. Apuestan un poco, ganan o pierden y se retiran. Por último están los que se entregan a la suerte y apuestan todo en uno o dos tiros. Si ganan se llevan una fortuna, si pierden quedan afuera rápido.
Juan Martín Bóveda forma parte de este último grupo. Ya perdió todo el dinero que tenía planeado gastar en la ruleta por apostar un pleno al 36. Ahora mira jugar a su amigo que pareciera tener un poco más de suerte. Hay cuatro ruletas habilitadas, y este tiene fichas en todas. Va rebotando de una en otra, haciendo apuestas, ganando y perdiendo. Cada tanto se acerca a hablar con su amigo que está apoyado en una mesa momentáneamente en desuso.
“El boludo no entiende que si juega a todos los números no va a ganar nunca”, explica Juan Martín cuando se aleja su amigo que, en efecto, desplegó sus fichas verdes a lo largo y ancho de todo el paño. “Siempre que vengo juego los mismos números, es cuestión de suerte. Esto es matemática pura, no hay forma de saber jugar, porque el que inventó el juego no es ningún boludo, no le gana nadie. Yo se que el blackjack tiene un poquito más de sentido, pero no me gusta”.
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Su amigo se acerca festejando, “¡Te dije, te dije que iba a salir el 11!”. Vuelve a rebotar entre las mesas. Juan Martín se ríe y agrega, “hay que saber irse, porque las primeras veces siempre se gana. Igual, lo ideal es no venir, y menos de joven. Pero qué le voy a hacer, yo tengo el vicio hace años. Por suerte nunca se me fue de las manos”.
A un par de metros hay un hombre al que evidentemente se le está yendo de las manos. Tiene ojeras, el pelo negro y engrasado, y una camisa a cuadros desalineada que intenta mantener adentro del pantalón. La ruleta termina de girar, se lleva las manos lentamente a la cabeza, se da vuelta y suspira, “la concha de mi madre”. No lo grita, lo susurra. Está tratando de mantenerse sereno. Recupera una aparente tranquilidad, muy difícil de creer, y se vuelve hacia la mesa. Antes de que cierren las apuestas saca un fajo de, al menos, treinta billetes de mil pesos de su bolsillo trasero y apoya unos pares sobre la mesa.
María, la crupier de una de las mesas de blackjack, solo tiene hombres jugando. Están un poco más relajados que los de las ruletas. Hay un par tomando cerveza y whiskey, charlan, hacen chistes, se divierten. Hay cierta complicidad entre los que juegan y la crupier, ambos se ríen de las desgracias del otro. Anotan las cartas que van saliendo en una planilla azul y siguen jugando. Un tipo se levanta enojado, medio en chiste y medio en serio (medio borracho también), y se cambia de mesa a la de al lado. En esta habían solo dos personas y no estaban de ánimo como para seguirle el ritmo. Ahora él se hace el serio, y cada tanto habla con la crupier.
Foto: Bautista Otero
Un grupo de jóvenes entra a los gritos a jugar unos pesos en la ruleta, pero es echado a los pocos minutos por las malas miradas y los comentarios cortantes de la mayoría de los jugadores. “Estos pendejos que vienen acá a boludear me rompen las bolas”, acota un señor de edad avanzada desde su asiento. Y es verdad que, al menos, desencajan. El promedio de edad es de 60 años para arriba.
El 4to y último piso es, por lejos, el más exclusivo. Las apuestas se hacen en dólares con un mínimo de USD 25, ya sea para las mesas o para las máquinas de slots. En su mayoría es frecuentada por hombres entrados en años con un alto poder adquisitivo. A eso se le suma algún que otro turista.
El máximo de exclusividad que se puede alcanzar es la zona VIP del 4to piso. De afuera se dejan escuchar charlas, ruletas y música de jazz. La entrada tiene a un guardia de traje controlando, y las paredes son de un vidrio esmerilado que no deja ver que sucede puertas adentro.
Puede que se trate de una broma de mal gusto de la que nadie se ríe, pero a lo largo del casino hay carteles que buscan regular la ludopatía. Tienen colores sobrios, alguna frase acorde y un número de teléfono. En el mismo rango visual, se pueden encontrar carteles, un tanto más llamativos, que anuncian, por ejemplo, el pozo en dólares del 4to piso o el nuevo juego de slots del 3ro. Sería algo similar a poner el número de una nutricionista entre las opciones de hamburguesas del McDonald ‘s.
Una señora se ayuda con un andador para llegar al guardarropas. Retira un saco blanco de lana que se pone con asistencia del personal y se dispone a salir. No sabe muy bien qué hora es, pero se hizo de noche y hace mucho más frío que a las dos de la tarde, cuando había ingresado. Sube a un taxi que estaba parado en la entrada y da fin a la única actividad de su día.
Foto: Bautista Otero