“¿Orina bien o mal?”, le pregunta a los gritos el doctor Yu a una mujer que está a punto de pagar 10 pesos para conocer su estado de salud general a partir de una lectura de su mano izquierda. La mujer se ríe con nerviosismo y titubea antes de contestar, en vista de la cantidad de personas que se encuentran alrededor de ella escuchando, esperando a ser atendidos.
El procedimiento es el mismo para todos. El doctor Yu señala distintos puntos de la mano con un especie de lápiz conectado a una caja con interruptores y botones extraños, repitiendo “Cevical, columna, colazón, liñón, etómago” con voz monótona. “Tiene plesión alta y coletelol”, concluye (al parecer todos tienen presión alta y colesterol).
Pasando el “consultorio” del peculiar doctor Yu ubicado en la esquina de Juramento y Arribeños, se encuentra un imponente arco de 11 metros que anuncia la entrada al barrio chino de Buenos Aires.
Esta puerta simbólica, que consta de tres niveles de tejas y dos leones de piedra en sus extremos, fue regalada por la comunidad china en 2009 “en agradecimiento por la generosidad y amor brindadas a los inmigrantes chinos, con el deseo de que la amistad chino-argentina perdure de generación en generación” –como se lee tallado en una piedra a su izquierda.
Son las 3 de la tarde y a pesar del frío afilado de un domingo de septiembre, Arribeños está colmada de visitantes locales y extranjeros, que como hormigas entran y salen frenéticamente de las regalerías en busca de alguna chuchería. El abanico de opciones abarca desde bijouterie, juguetes, cosméticos, artículos de librería, “seniseros”, ropa y artículos de cocina, hasta accesorios para mascotas, calzones antibacteriales, bolitas de colores que se expanden con el agua, polvitos “mata cucarachas”, parches para la planta del pie en contra de las toxinas, y los infaltables gatos de la fortuna.
Y por supuesto, abundan imitaciones truchas de cualquier marca de lujo, como las zapatillas “Puam” o los perfumes “Doi” (los dueños de Puma y Dior probablemente aplaudirían sus esfuerzos por al menos cambiar los nombres).
Además, al parecer, los dueños viven con el constante miedo de ser robados. Muchos vendedores se paran en sillas para observar el movimiento de los clientes y abundan los avisos de “Sonría, lo estamos filmando”. En Arribeños al 1200 hay incluso un cartel que lee “El que roba vemos su cara mirá”, junto a fotos en blanco y negro de distintas personas capturadas por cámaras de seguridad. Los empleados aseguran que a pesar de estas medidas, los robos son comunes en todos los locales.
“Los que roban son ellos, con sus productos truchos. Son de pésima calidad, y cuando vas a reclamar que se te rompió a los dos segundos, te muestran su cartelito de ‘No tiene cambio’”, delata otro policía, un hombre petiso con cachetes inflados, que luego de trabajar 10 años ahí conoce “toda la movida”.
“Yo te soy sincero. El barrio chino es una defraudación terrible”, revela con voz de indignación. “La gente viene pensando encontrarse con los barrios chinos que ven en las películas viste, onda un dragón gigante y cosas de colores y luces colgando en la calle….Y se encuentran con esto. Cuatro cuadras de locales que venden todo lo mismo. El gatito que hace así, el bambú, esas monedas para la suerte… Vos entras a un local y ya entraste a todos”.
Técnicamente, el barrio chino no es un barrio y tampoco está exclusivamente formado por chinos. Surgió en los años 70, cuando familias inmigrantes de orientales -especialmente taiwaneses- se instalaron cerca de las vías de tren, en una zona residencial del barrio de Belgrano.
El primer local fue Casa China, un supermercado que hoy en día tiene dos sucursales en la calle Arribeños. Con el tiempo, se sumaron más familias y comenzaron a formar negocios en los alrededores, hasta convertirse en el atractivo turístico que representa hoy en día, con locales de dueños chinos en su mayoría, pero también con la presencia de comerciantes taiwaneses, japoneses y coreanos.
En 2006, algunos comerciantes presentaron una solicitud a la Secretaría de Planeamiento Urbano del Gobierno de la Ciudad para caer bajo la catalogación de “barrio”, pero fue desestimada. La negativa dictaminó que el sector no cumplía con los términos estructurales de tal categoría, dado que se trataba de una zona comercial que abarcaba únicamente tres cuadras –al igual que otras de la ciudad-, sin olvidar que numerosos vecinos del área no estaban de ninguna manera relacionados con la cultura oriental.
Muchos de los vecinos se oponen al desarrollo del área como centro comercial desde el principio. La Asociación de Fomento Barrio Parque General Belgrano y Nuevo Belgrano y la Asociación Civil Vecinos de Belgrano realizaron diversas denuncias al gobierno, especialmente en 2010, a raíz de irregularidades tales como invasión de la vía pública, poda indiscriminada de árboles y descuido con el retiro de residuos que se apilan en la calle.
Además, se presentaron múltiples denuncias por razones de higiene, como el estado y refrigeración de los alimentos. En confidencia, un mozo me cuenta que una de las vecinas proyectaba en la pared de su casa videos en los que filmaba los imperfectos sanitarios de algunos restaurantes de la zona que no respetaban la cadena de frío o las fechas de vencimiento de los alimentos.
A raíz de esto, la presencia del Gobierno de la ciudad en el barrio chino se magnificó, resultando en controles sanitarios más frecuentes y obras para mejorar la zona. Actualmente, la empresa Altote S.A está levando a cabo obras en las calles de Arribeños y Mendoza, en asociación con el gobierno de Mauricio Macri, para dar prioridad a los peatones y limitar la circulación de autos, con el objetivo de favorecer el movimiento de los visitantes.
Pero un domingo a las 4 de la tarde, el movimiento se ve obstaculizado por el desarrollo de estas mismas obras, que implican la presencia de estructuras que bloquean parcialmente la calle más transitada del barrio oriental.
Se torna habitual ver pasar a los visitantes de cualquier edad comiendo los helados Melona, famosos por su peculiar forma angosta rectangular de distintos colores –y distintos sabores, teóricamente. También son comunes las personas que –sin importar el horario- comen sentadas frente a locales de comida a la calle que venden albóndigas de cerdo, chivito con salsa oriental, tempura de mariscos y vegetales, chorizo de cerdo, alas de pollo frito y arrolladitos de carne; cada uno a 25 pesos.
En Mendoza 1652, una pareja de adolescentes disfruta de unas bolas de pollo frito en palo mientras toma cerveza en lata sentado en un banco. “Nosotros venimos seguido al barrio chino, pero sólo por la comida de acá”, declara Bruno, un chico con gorra de animal print azul y zapatillas anchas que hacen juego. Su local predilecto emana un olor intenso a fritanga que se huele aun estando a 10 metros y me remueve el estómago. Al fondo del local se ven los alimentos en palo ya preparados, en estantes de hierro, sin sistema de refrigeración. Oportunamente, se divisa un cartel al costado de la vidriera que lee: “Se necesita chico de limpieza”
Otras opciones para comer –más gourmet- son los numerosos restaurantes de comida china y japonesa de la zona. Los menúes incluyen las típicas comidas chinas a precios razonables u opciones de sushi, aunque son comunes las quejas por la tardanza del servicio. Se destacan Todos Contentos, China Rose y Dashi, que incluso figuran en la Guía Oleo y Trip Advisor con buenas puntuaciones y reseñas.
“Las traen directo de China”, asegura uno de los empleados de Asia Oriental. “Las traen del Sur”, declara otro más jovencito. Cual sea su procedencia, muchos de éstos se encuentran en canastos de supermercados apoyados en el piso, de los que se sirven los clientes directamente con la mano.
En Ichiban está Leandro, un peruano con bigote y delantal blanco con su nombre escrito dos veces en marcador indeleble, que trabaja hace 3 años y medio ahí pero está en blanco hace 3. Me explica como identificar que el pescado está en buen estado: “Tienes que mirar el briio de los ojos, y el color de las agaiias. Este bacalao, por ejemplo, ia no está bueno, porque tiene este color opaco, ¿ves?” revela mientras manosea un pescado gigante que me observa a través de un ojo rojo con la boca abierta, como si me estuviera pidiendo ayuda. Empieza asegurando que los pescados son frescos porque son de la pesca del día anterior, pero termina confesando que algunos son de hace dos días (“Pero igual los pescados aguantan hasta 2 casi”, dice inmediatamente después).
“Lo que me resulta incierto son esas cosas que vienen envasadas”, dice señalando un frasco con alimentos de procedencia dudosa que flotan en un líquido marrón. “Está todo en chino, no puedes saber lo que tiene adentro o la fecha de vencimiento”.
Otro rasgo característico de los supermercados del barrio chino son los productos importados de diferentes partes del mundo, que difícilmente se encuentran en otros negocios de la ciudad. “Yo sólo vengo a comprar las productos de afuera porque nunca los consigo en otra parte, como estas especias y la Maille [mostaza francesa]”, declara Alexandra, un ama de casa francesa que vive en Argentina hace más de 20 años, amante de la comida gourmet y cocinera cotidiana en su familia. “El resto de la comida me provoca rechazo. Aunque sé que muchos restaurantes compran acá, no confío en cómo se manejan con los productos frescos”, admite.
En Mendoza 1678 se encuentra Tina & Co, un supermercado que desencaja con el estilo, apariencia, tipo de productos e higiene que el resto. En esta tienda naturista no hay olor a huevo pasado y es imposible encontrarse con una caja de cartón con aletas de pescado sangrando. Entiendo el sentimiento de alguien que encuentra un oasis en el desierto. Su especialidad son los productos orgánicos y la comida saludable. “Los dueños son taiwaneses, que tienen otra cabeza que los chinos”, expone Nico, un empleado treintañero de voz dócil y mucho gel en el pelo. “Son más finos; tienen buen gusto; tienen más cuidado con la atención al cliente; ponen a todos en blanco instantáneamente. Los chinos hablan a los gritos; son más explotadores, buscan mano de obra más barata”, agrega, haciendo ademanes suaves.
Nico es descendiente de japoneses y libaneses, y está familiarizado con la dinámica del barrio chino desde chico. “Mis viejos eran proveedores de algunos supermercados de acá, y de chico los acompañaba a ver. Me acuerdo que antes tenían cada cosa asquerosa, como tachos con anguilas vivas. Pero ahora ya están mucho mejor con el tema de la higiene”, sostiene. Vive por la zona y está hace muchos años, y además de ser mozo, barman, chef y sushiman, es estudiante de Ciencias Políticas. “Daba clases de sushi en el jardín japonés, que lo creó mi abuelo con un par de compañeros”, asegura.
Como con Nico y Leandro, es únicamente posible mantener una comunicación exitosa y sostenida con comerciantes que no son de origen oriental. Cuando intento hacer consultas, los vendedores me redireccionan a las empleadas latinoamericanas, que son comunes en los locales de regalos. Son peruanas y colombianas en su mayoría, que trabajan hace un par de meses y responden cualquier pregunta, aunque no saben mucho acerca de la dinámica del barrio.
En Juramento 1652, una colombiana flaquita con aparatos dentales y rouge rojo cuenta que los comerciantes chinos tienen un plazo fijo para aprender español, “por un tema de migraciones, creo”. “A muchos lo que les cuesta es entender las conexiones en las frases, porque en su lenguaje piensan con palabras sueltas”, explica. Los dueños de este local están hace más de tres años y el joven de la caja no entiende ni una oración, pero aparentemente no tuvieron problemas legales porque siguen en Argentina.
Lo que sí resulta imposible es hacer una pregunta personal. Eso genera miradas de escepticismo y frases premeditadas como “No hay tiempo”, “Hoy día ocupado” o “Plegunte a otlos”, que revelan que son frecuentes las interrogaciones y que probablemente tuvieron malas experiencias con publicaciones de sus respuestas.
Después de tanto recorrido siguen quedando lugares para descubrir, a pesar del limitado perímetro de 6 cuadras que abarca el epicentro oriental. En Mendoza 1702, un local pintado de colores y con el símbolo del ying y yang en la fachada esconde una “clínica de acupuntura”, colmada de afiches de diferentes partes del cuerpo (manos, orejas, pies) que señalan los puntos acupunturales en los que se basan para practicar masajes terapéuticos, que salen menos de 200 pesos. En Juramento al 1752 hay un vivero que también es un cyber, en el que se leen varios carteles que repiten
“No tenemos Microsoft Word” y “Las empleadas no ayudan a imprimir. No ayudan a imprimir”.
A las 7 de la tarde el sol comienza a esconderse, y el frío helado de la noche corta como una navaja a cada paso. Pero los negocios siguen funcionando, y los visitantes no quieren irse todavía. Una pareja extranjera con un niño se saca una selfie frente al imponente arco de entrada, sosteniendo Melona en sus manos (probablemente se está derritiendo con la temperatura externa). Me compro dos galletas de la fortuna a 5 pesos y las abro. La primera dice “Heredarás una gran suma de dinero” y la otra “El dinero vendrá a ti cuando estés haciendo lo correcto”. O estoy con un golpe de suerte, o los encargados de escribir las predicciones no se rompen mucho la cabeza pensando frases más originales.
En Arribeños y Juramento, el doctor Yu sigue atendiendo gente. “Ploblemas con el alcohol. Pol eso la panza”, le explica a un cuarentón un tanto barrigón.
-¿La pegó?, le pregunto.
-No. Nunca tomé alcohol. No dije nada porque quería ver que me decía. El otro fin de semana me dijo lo mismo.
Fotos: Diane Chevalier