Punto Convergente

Cuando la niñez se pierde por los andenes del subte

subte-e
Compartilo

Se escucha un: “Tiiiiin”, y las puertas se cierran. Comienza la marcha del subte línea E. Mucha gente durmiendo, y sí, son las cuatro de la tarde; la siesta que todo el mundo espera después de un agotador y largo día.

En el vagón, una señora rubia, flaca, erguida, nariz finita, ojos claros, de unos cincuenta y pico; mira constantemente su reloj como si estuviera en medio de un estado de nervios que la consume por dentro. Se muerde las uñas, en realidad, se saca el esmalte rojo que lleva puesto.

De repente se escuchan los frenos del coche. Llegamos a la primera parada en Emilio Mitre. Ella sigue así. “Ayyy Dios”, dijo suavemente para que nadie la escuche. Nuevamente, luego de cinco segundos de espera: “Tiiiiiiiiiin”- timbre alertador de “¡Nos vamos gente, apure” –  para continuar el camino y cada uno llegar a destino.

Sólo dos parejas son las que le ponen vida a la tarde: una chica morocha, con anteojos- bastante aumento por lo visto porque sus ojos se veían muy grandes-vestida con uniforme de enfermera y un chaleco rompe viento, se encuentra sentada arriba de su novio asiático, también con lentes. Muy abrazados juegan mientras el movimiento, casi brusco, del transporte les impide que se den besos “cariñosos”.

Los otros tortolitos estaban tranquilos, por lo menos él sí, ella, lo dudo. El joven de unos veintiséis o veintisiete, está del lado de la ventana, abraza a su novia y la da besos en la frente. Parece fortachón, físico ejercitado y tiene pinta de militar, pero por el  momento no lo es. Su tez es trigueña, sus ojos oscuros, labios finos y nariz respingada.

Tiene puesto un blazer azul, una remera gris y sobre el pecho sobresalta algo dorado: su cadena con un dije redondo, que no se distingue, qué figura está grabada en la misma, pero…vamos a suponer que lleva un santo porque no es para menos, lo necesita y mucho; jean azul bien oscuro tipo chupín y para cerrar unos zapatos negros brillosos y puntiagudos.

Su novia blanca como la leche, unos cuantos granos, ojos marrones penetrantes, cara medio ovalada, su nariz grande para lo que es su rostro, pelo ondulado- por lo menos se ven las puntas porque tiene el pelo atado- se encuentra acostada sobre su hombro izquierdo. De cara vamos a decir que era poco agraciada. Ésta tiene las piernas cruzadas y con su mano aprieta fuertemente la de su novio, se nota la presión por lo amarilla que se pone su mano. Él no la mira. Sigue jugueteando con su nariz sobre el cuello de éste, no tiene resultado. Me mira, se sienta correctamente sobre su asiento y cambia su cara. Está seria y no deja de mirarme sin soltar la mano de su novio. Definitivamente protege lo que es suyo y no es para menos. Empieza a darle besos en el cachete, típico de mujer celosa, él  solo quiere dormir.

Ya llegamos a la estación Urquiza, la línea E viene bien.

El señor de al lado no deja de roncar, pero eso sí, por cada parada abre sus bellos ojos celestes, con pestañas arqueadas, y los cierra instantáneamente debido al cansancio acumulado. Su bufanda gris, le cubre todo el cuello, mientras su campera inflada dificulta mi comodidad. Sube un viejito con su maletín negro y se sienta en frente de la señora rubia, que venía sentada en un asiento impar. Él, sin esperar mucho, saca sus enormes anteojos y se los pone, luego saca un libro.

Se llama “La vida de los hombres infames” de Michel Foucault y comienza su lectura. En eso, siento que alguien deja algo sobre mis piernas. Era ella. Con un andar apresurado alcanza a repartir dos paquetitos de Mantecol -bien encintados cosa de que no se vayan a perder- a todos los pasajeros. Algunos prefieren no agarrar la mercadería y, sin decir una palabra, niegan con la cabeza y para ella es suficiente. Otros le son totalmente indiferentes y prefieren sus celulares, auriculares o duermen. Sigue repartiendo apresuradamente. Con una caja pequeña en la mano y, un par de billetes enroscados entre los dedos, que supongo, es el cambio para dar el vuelto, continúa.

-Hola, ¿cómo estás?- pregunto.
-Bien, ¿vos? – responde con voz dulce y medio tímida.
-Todo bien. ¿Cuánto está esto?
– Diez pesos.
– A ver…mmm, tomá tomá.
-Gracias- con sonrisa en cara.
“¡¡Nenaaaaaaaa!!”, se escucha entre el ruido de la máquina; una señora medio gordita quiere comprar y le hace una seña reboleando la mano de arriba hacia abajo haciendo escuchar el golpe de sus dedos unos sobre otros.
-¡¡Apurate, daleeeee!!
-¡Ya va, ahí voy! (A la gordita) -Chau, suerte. (Me dice).

Va casi corriendo con mucho equilibrio hasta llegar a aquella mujer que está a punto de bajar. Recibe su dinero y va en busca de las golosinas que repartió; vamos a ver que tanta suerte tiene, pero no, nadie más le compra. Se abren las puertas y la pequeña baja. La observo. Pasa al vagón de adelante y a través del vidrio se puede ver que repite la misma operación.

Llego a mi destino y visualizo que ella también baja allí. Trato de seguirla entre medio de tanta gente
que me obstaculiza el paso. ¡Un auto de carreras parecía tratando de esquivar a cada uno que tenía en frente!

-Permiso, permiso. Gracias, permiso.

Y así estuve durante unos ocho segundos, no hubo caso, la perdí de vista.
Después de un rato de dar vueltas por ahí, decido no hacer combinación y esperar un subte que me lleve de vuelta al lugar donde empezó todo, estación Virreyes.

Veinte minutos pasaron hasta llegar allí.

Sin más que esperar, levanto la vista y… ¿quién estaba? Ella.
¡Ella, ella y ella! Entre carcajadas jugaba con un joven, que por lo visto es un empleado de Metrovías.

-Juaaaaan no me alcanzaaaaaas.
-No te hagas la viva…
-Ay que aburrido. Ahí vengo, esperame.
-Dale, anda que tenemos un tiempito antes de volver a arrancar.

Se va y se mete en un lugar donde  solo es autorizada la entrada al personal del lugar.
Ella, ella tiene nombre y apellido. Pero por cuestiones de seguridad vamos a llamarla Analía, aunque prefiere Camila.

Cami, tiene nueve años y trabaja en los subtes desde los seis. Asiste a la primaria y ya está en cuarto grado. Estudia de día y trabaja por las tardes. Vive con su familia en la estación Virreyes, o por lo menos, los dejan estar allí durante el día; las noches  las sobreviven en  la plaza de al lado de la estación, allí duermen, se ubican bajo la autopista 25 de Mayo, según pasajeros de la línea E.

Ella siempre vende estampitas o golosinas“, cuenta Víctor Di Marco, estudiante de Producción en la UADE.
Víctor,  utiliza diariamente el medio de transporte, ya desde hace tiempo, siempre la ve: “Se queda hasta que cierra el subte. Es educada y simpática, con su carisma llama la atención de todos”.

Se nota que la niña y su familia son queridos en el lugar porque todos los conocen, más que nada a ella, que es la que trabaja de lunes a domingo sin descanso de por medio. Nadie quiere hablar de la identidad de la familia, pero hace años que viven así, en situación de calle.

Llega la hora de subir a bordo… Camila se sienta y sigue jugando con Juan. Hablan de cómo viene el día, si es movido o tranquilo. Él está muerto de calor, se nota por la transpiración en su rostro. Pareciera que recién sale de una ducha por la apariencia de su pelo, pero no, no es así, es el abundante gel que tiene para mostrar su  look canchero.
Juan es medio petizo y sobre su brazo derecho tiene un tatuaje que le ocupa todo el largo del brazo; una especie de primavera con mucho color, muchas flores y un pez a lo “Jardín Japonés”. Con sus treinta y cinco años, ya hace seis que trabaja en Metrovías como el guardia de las puertas del subte, si se quiere; toca el famoso timbrecito:

“Tiiiiiinnnn, tiiiinnnnn”, y si está de buen humor, detiene la puerta  con la mano para algún colgado que llega tarde a alcanzar el coche.
“Sí, a Camila la vi desde que empezó con todo esto. Así de peque era”, señala Juan la estatura riéndose (un metro diez aproximadamente). “Ayuda a la familia, va, a la mamá y hermanitos, que creo tiene dos. No te puedo decir más nada”, dijo con voz rígida.

Mientras tanto la pequeña trabaja.

Nos miramos, sabe que me conoce pero no recuerda de dónde.

-Hola…
-Hola…-esta vez con un poco de miedo
Me presenté y se tranquizó un poco. Su voz seguía temblorosa y su mirada ya no era tierna sino, triste.
No aceptó hablar o contestar preguntas por miedo a que la corran.
Si a mí me ven con alguien me corren viste. No me pueden ver con alguien porque me vigilan y van a pensar cualquier cosa. (colorada por no saber qué responder y haciendo equilibrio para no caer, responde).
Agarra la plata de una señora que sonríe como si estuviera grabando una publicidad para alguna pasta dental.
¿Quién te vigila, quién te corre?
La policía y un señor– contesta rápidamente como si contara con pocos minutos.

Insistí un poco más pero ya los ojos de la nena Camila cambiaron, su cara cambió; parecía que un nudo en la garganta le apretaba fuerte y no la dejaba hablar tranquila.

-Otro día si querés te cuento, ¿si? y hablamos, no te enojes, hoy no puedo.

Ella mira atrás para ver si alguien la observa y no, no hay nadie.
Juan desde la puerta, solo a unos metros de nosotras me mira mal.
Todo quedó allí en ese vagón y en la estación Independencia donde bajamos. Con su buzo rosa fuerte tipo cangurito, jean chupín, una vez más, la perdí. Me quedó el recuerdo de su cara angelical, redonda, mejillas rosas, ojos grandes de color miel, voz aguda y tierna, nariz chiquita, dientes grandes y parejos; sus zapatillas talle 35 con un poco de brillo, donde a cada paso que daba, iba dejando sus huellas que entre la gente que sube y baja escaleras, se pierde.

Constitución

const1En el “mini centro porteño”, personas de toda clase se cruza y choca todo el tiempo. Entre las seis de la tarde, hora pico, es todo un caos la boletería. La gente hace la cola y espera unos diez minutos solo para conseguir el boleto de regreso a casa. Los puestos de comida rápida no dejan de funcionar ni por casualidad. Hombres, en su mayoría, se sientan a tomar una cerveza para pasar el rato. El olor a frito no para. Un pancho por acá, una hamburguesa completa por allá.

De vez en cuando se ve alguna mujer caminando provocativamente, con calza, short de jean o mini falda; unos tacos aguja demasiado ruidosos, camisa abierta o una remera escotada,  pintarrajeada como si hubiera estado jugando al paintball; sólo para llamar la atención del público masculino.

Pasan adolescentes con botellita en mano, que cualquiera se lo puede confundir con Pepsi, pero no. Eso que llevan ahí, no es una bebida para chicos, es vino.

Su mirada está perdida. Su caminar ya no es normal, su ropa deportiva está sucia al igual que las zapatillas con resorte. No te das cuenta si su tez es marrón o es la mugre que llevan encima. Se paran en las esquinas generalmente, rodeando el espacio. No van solos, sino en banda. No dejan de mirar a las mujeres que llevan apretadas contra el pecho sus carteras. No se quedan quietos, algo les molesta, algo les falta…la droga.

Buscan conseguir dinero como sea y si te tienen que sacar algo, te lo sacan. La policía del lugar los conocen y los tienen cortitos.

A uno de ellos vamos a llamarlo Jesús, y de Jesús, no tiene nada, eso seguro.

Jesús, es un chico de la calle. Aparenta tener unos diecinueve años y ya hace más de quince, su familia y él, están en Constitución.

Gabriel, dueño del puestito de diario que se encuentra justo al frente de la boletería cuenta que siempre esta al acecho de su presa: “Ya no pide ni trabaja cómo antes, directamente roba”.

Afirma que “La gorda”, como la conocen todos, es la madre de Jesús.

Según el vendedor, ella espera sentada a los nenes que recorren los trenes y subtes en busca de unas cuantas moneditas con sus estampitas de San Expedito o la Virgen María. “Antes yo les daba de comer y alguna que otra vez, les daba plata. Me cansé, ¿sabés por qué ?Porque iban corriendo y se lo entregaban a la madre”, dice Gabriel con tono de indignado.

-¿Estudiaba Jesús o actualmente estudia?

-Años atrás al pibe se lo veía con un guardapolvo, se ve que estudiaba, ahora usa gorrita.

-¿Los hermanitos, qué hacen? ¿Solo trabajan?

-Siempre piden en subtes y trenes, no reciben educación. Están enseñados ehh…si vos, le vas a preguntar si trabajan, te responden: “NO”

No tiene pinta de ser muy amistoso el chico de  diecinueve, lleva varias cicatrices en la cara: la más llamativa va del ojo izquierdo hasta la mejilla, seguramente marca de alguna riña pasada. Su mamá y hermanitos pequeños se sientan siempre frente a la panchería: “Quiero uno”,  son seis pequeños intercalados los que corretean por el lugar, a la cuenta se suman tres  adolescentes, dos de ellos, mujeres. Hay una joven con dos criaturas, apenas caminan.

– Tomá, comé -le dice ella a una nena que se revolcaba por el piso a modo de juego

-Noo!- le grita la beba

– ¡Tomá te dije mongólica!- y le tira pelo a modo de sacudón de ropa.

– ¡¡AHHHHHHHHHHHHHH!!- grita desesperada la pequeña que no quería comer las papas que su madre le intentaba dar.

– Jodete por tarada, ahora no vas a comer a la noche.

const2A los niños se los ve toda la tarde con estampitas en la mano y, si te ven con algo de comida se acercan y te piden sin vergüenza. Ya son cerca de las siete de la tarde y se aproxima al grupo familiar unas cuatro personas-dos mujeres y dos varones-

Son de la iglesia”, asegura Gabriel. Estas personas por lo visto vienen siempre porque saludan a todos y Jesús le choca los cinco a una de las mujeres que lleva vasos y termo en la mano.

-¿Qué les dan?, pregunto al diariero.

-Seguro café, y mirá ahí le traen ropa y pañales.

Efectivamente sí, tres paquetes de pañales, una bolsa con ropa que arrastraba se ve que por el peso, una joven con campera negra, rubia y petisa. Jesús en un costado le da una plata a su madre y sigilosamente comienza su marcha. Lo sigo tomando distancia. Se junta con dos pibes más y se sientan en la escalera, entrada al subte, parte oscura. Uno es flaco y tiene todo un conjunto Adidas rojo, tiene plata en mano. El de al lado morocho y en mal estado, tiene una campera negra y gorra negra-muy similar a Jesús-

-¡¡No guacho, ¿y eso?!!- Sorprendido

-Vo sabé amigo. Sabé como es eto.- comiéndose la “ese”

Siento un golpe en la cara mientras camino para salir de ese lugar poco agradable. Un nene de unos tres años-apenas camina- me pega con una soga que utiliza para pegarle a “Lupe”, su perro. Lo miro y él sigue jugando acompañado de su hermana que con manzana en mano caminaba de un lado a otro gritando:”Lupe perro bobo, vení”. No les importaba nada. El perro un santo para soportar todo lo que le hacían esos dos diablos… ¿Sus padres? Estaban besándose apasionadamente contra la pared de un negocio de comida rápida. La chica tenía un cigarrillo en mano y con la otra abrazaba al joven alto y morocho. De repente escucho la voz de una mujer agresiva:

 -Eh, vo, ¿qué mira?, Sí vo eh, ¿qué te pasa, qué queré?- Era para mí.

-No me pasa nada. –me fui.

Según datos de Médicos por el Mundo (MMD) -ONG que desde 1985 brinda atención sanitaria a la parte de la población que sufre de exclusión- 16.753 personas viven en la calle,  y sólo hablamos de la Ciudad de Buenos Aires.

Horacio Ávila, integrante de Proyecto7 y Centro de Integración Monteagudo de Parque Patricios, dijo en 2014 a Infonews que hay 18.500 personas sin un techo.

Según datos de 2014 de MMD en conjunto con Infonews, un 80 por ciento de los ciudadanos no recibe asistencia médica, o por lo menos, sufre problemas en los servicios públicos porteños.

El Ministerio de Desarrollo Social porteño, por su parte, da asistencia a las personas que debido a su condición carecen de alimentos, abrigo o un techo.
Hay distintas sedes a la que uno puede asistir –Parados Retiro (solo para varones), Parador Azucena Villaflor (para mujeres solas con hijos menores de edad) y Parador Beppo Ghezzi (solo para hombres).

Además hay una línea de atención social inmediata que brinda el Gobierno (108), cuyo fin es asistir a estas familias y “fortalecer el ingreso familiar con fines habitacionales”.

Mónica Beatriz Krince, vendedora de sándwiches en la puerta de la estación dice que “la gente que se encuentra en el lugar es porque quiere, porque ayuda siempre hay”. Se queja de que ve cómo malgastan la plata del Plan BAP. Este plan lo brinda el gobierno a estas personas y deben ser unos dos mil pesos por mes, más el lugar que les dan para dormir, más frazadas y ropa. “Vos tenés que ver cómo se drogan los chicos acá y es así como gastan la plata del gobierno. Hay de todo, pero te repito, están acá porque quieren”, dice con ojos brillosos la mujer.

Mónica hace ya 10 años que vende en Constitución sus famosos sándwiches de milanesa. Observa todo, sabe toda la movida del lugar. “Yo antes estaba en la misma situación que ellos, ¿sabés? Salí adelante por mis hijos. Yo quería que ellos tuvieran educación y un plato de comida”. Ella todos los meses cobra el plan y vive en un hotel de la vuelta de la vuelta de la estación. “Mi marido está enfermo y tengo que salir adelante por él y vos ves a estas mujeres que mandan a los nenes a trabajar”, dice la señora con un tono de voz fuerte.

Un día en Constitución es duro. La gente pasa mira y sigue mirando. Las víctimas de todo al fin y al cabo son los niños que observan y viven en un mundo que el trabajo, la droga y la delincuencia es habitual. No piensan en jugar, estudiar o simplemente hacer algo que les guste; trabajan y para sus padres, no es solo “ayudarlos”.

El subte llega a la estación y se escucha el “Tiiiiiiiin”, esos cinco segundos de espera y continúa su marcha. Las puertas se cierran y se vuelve a ver a  distintos individuos con algo en común: auriculares, libros o celulares, indiferentes a lo que ocurre  en la ciudad.

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