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¿Es poco saludable la formación profesional en el Teatro Cólon?

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El Teatro Colón es, sin dudas, uno de los teatros más prestigiosos de Latinoamérica y uno de los máximos referentes culturales de Argentina. Pero el método de selección de las futuras integrantes y el estilo pedagógica están muy cuestionados

Ser parte del Ballet Estable del Colón representa la meta de miles de bailarinas y bailarines en todo el país. Detrás del reconocimiento y la perfección escénica, la formación en danza clásica demanda niveles altos de exigencia física, presión estética y estructuras jerárquicas que muchas veces dejan poco espacio para el abordaje de la salud mental.

Caterina Stutz, actual bailarina del Ballet Estable, comenzó su formación a los 8 años en Córdoba. Hija de una bailarina, creció entre escenarios, por lo que el mundo del ballet le resultó familiar desde siempre. Audicionó para ingresar al Instituto del Colón, fue aceptada y, tras ocho años de formación, en 2019 logró ingresar a la planta estable.

Stutz no soñó con el Colón como una meta idealizada, pero reconoce que haber llegado hasta allí fue un paso enorme, tanto por el prestigio artístico como por la posibilidad de tener estabilidad laboral en un campo donde es poco habitual en Argentina: “Poder vivir del arte es un privilegio. Valoro muchísimo tener un trabajo que me gusta y me permite sostenerme. Eso no es común hoy en día”. Durante su formación y carrera, también construyó vínculos fundamentales. Recuerda a sus mentoras, Karina Olmedo y Marisel Limitri, ex primeras bailarinas del Colón, que la acompañaron dentro y fuera del escenario. “Conocer a esas personas que te guían es lo más lindo que me llevo”, recuerda. Pero ese recorrido también estuvo atravesado por tensiones. La rutina del ballet clásico implica un nivel de compromiso total, horarios estrictos, entrenamiento constante, y un nivel de autoexigencia que puede afectar la vida personal.

Esa exigencia, señala, puede ser positiva si se canaliza con respeto y confianza, pero dañina si se transforma en presión o maltrato. “Me ha tocado preparar un personaje con una maestra que me acompañó con mucho amor. En ese caso, el proceso fue completamente distinto, confiaba en mí, no tenía miedo. Pero también hay docentes que trabajan desde el grito, desde el miedo al error. Y eso se siente en escena”.

Las malas prácticas

También advierte que la experiencia institucional depende mucho de la dirección artística de turno. Desde que ingresó al cuerpo estable, trabajó bajo cuatro direcciones diferentes, cada una con su impronta. “Algunas priorizan el diálogo, otras no tanto. Hemos tenido direcciones que directamente no querían escuchar nuestras inquietudes. Y eso genera desgaste”.

Caterina Stutz interpretando a “Giselle”

Aunque celebra los avances que traen las nuevas generaciones, reconoce que ciertos cambios son lentos y que “no todos los docentes han estudiado pedagogía ni saben cómo tratar con personas, y mucho menos con niños, y falta formación en ese sentido”.

Aldana Vaulet, exbailarina profesional del Instituto Superior de Arte y hoy estudiante de Psicología en la Universidad Abierta Interamericana (UAI), decidió investigar aquello que durante años percibió como un malestar silenciado. Su trabajo —declarado de interés por la Cámara de Diputados— se tituló “Autoestima, malestar psicológico y riesgo de padecer trastornos de la conducta alimentaria en bailarines clásicos de la República Argentina” analizó los datos de 987 bailarines de entre 18 y 74 años. Los resultados fueron contundentes: más del 93% presentó riesgo de padecer un trastorno de conducta alimentaria (TCA), el 95% mostró niveles altos o muy altos de malestar psicológico y más de dos tercios evidenciaron niveles bajos de autoestima.

Aldana ingresó de muy chica, completó la carrera, bailó profesionalmente y luego dio clases. En 2022, después del nacimiento de su hija y tras años de malestar acumulado, decidió retirarse de la danza y comenzar a estudiar psicología. Lo que empezó como una búsqueda personal se convirtió en una investigación formal.

“El ballet tiene prácticas naturalizadas que nadie cuestiona porque está instaurado que debe ser así. Pero eso termina afectando gravemente la salud física y mental”, afirma Aldana. En su testimonio hay una necesidad profunda de poner en palabras lo que durante años fue silenciado: “Mi interés por investigar esto surge de una necesidad personal. Había muchas cosas que yo y mis compañeras vivíamos, pero que no se hablaban. Sentía que necesitaba respuestas, no solo para mí, sino para poder ayudar a otros”.

Formación pedagógica deficiente

Ambas entrevistadas coinciden en un punto clave: la formación técnica del Colón es excelente, pero no está acompañada de un enfoque pedagógico moderno ni de contención institucional. “Muchos docentes no saben qué es pedagogía. Son de la vieja escuela, te dicen ‘esto se hace así’ y punto”, señala Aldana. En una institución donde el cuerpo es herramienta y vehículo de expresión, la ausencia de equipos interdisciplinarios vuelve aún más frágil la experiencia de quienes se forman. “El Colón nunca contempló estos aspectos. No se hablaba de alimentación, ni de ESI, ni del ciclo menstrual. Estaba mal visto incluso usar un short negro cuando estabas indispuesta”, menciona Aldana.

La posibilidad de expresar malestar o disconformidad sigue siendo limitada. Stutz reconoce que quienes levantan la voz suelen ser “tildadas de quilomberas”. Para muchas bailarinas, hablar implica un riesgo: perder oportunidades, quedar fuera de producciones o ser etiquetadas negativamente.

Aldana también lo vivió: “En el ballet, si hablás, te cierran las puertas. Somos pocos los que llegamos a cierto nivel y los que manejan esos espacios son tres o cuatro. Si decís algo, quedás afuera de todo”. Hoy, fuera del circuito profesional, se permite decir lo que antes callaba. “Yo hablo ahora porque me rompí la cadera y no bailo más. No me importa si me cierran las puertas. Pero muchas bailarinas siguen ahí adentro, sobreviviendo en silencio”.

Para ella, el silencio no es solo institucional. Es también social: “Nos enseñan desde chicas que el cuerpo no hegemónico es el de la bruja, como en las películas. El Colón es eso potenciado al mil. Es el semillero del modelo inalcanzable”.

Primero el peso y la altura

Para muchas jóvenes bailarinas, el sueño de ingresar al Colón empieza con una audición. Paz Lodolo vivió ese proceso dos veces: en 2021 de forma virtual por la pandemia, y en 2023 de manera presencial, cuando audicionó para el año de perfeccionamiento (una etapa posterior al octavo año del Instituto). 

En ambas instancias, la primera selección fue por video, se debía enviar una clase grabada de técnica clásica para pasar a la etapa siguiente. Pero lo que más la impactó fue lo que vino después. La audición presencial comenzó con un examen físico riguroso: se evalúa apertura de cadera, elasticidad, rango de movimiento y se realizan mediciones corporales con plicómetros para estimar el porcentaje de grasa corporal. “Te miden y te pesan. Esa es la primera etapa, antes de cualquier instancia técnica. Muchas chicas no logran pasarla, y ni siquiera llegan a mostrar lo que tienen para dar en términos de danza”, cuenta Paz.

Ella sí superó ese filtro, hizo la clase técnica y no pasó esa instancia. “Éramos unas 30 chicas en la clase. Pasaron solo 2. No fue una buena experiencia. No sentí un trato amable por parte de quienes manejaban la audición. Salí diciendo que no quería volver a pasar por algo así”, agrega.

Paz Lodolo

Más allá del resultado, lo que más la incomodó fue el orden de prioridades. “El examen físico es lo primero que te evalúan. Si no lo pasás, no importa lo que puedas mostrar técnicamente. Y eso puede ser muy humillante. Peor que no pasar la clase porque ahí al menos te probaste, te mostraste. Pero que ni siquiera te dejen bailar, eso duele más. Sentís que están priorizando tu cuerpo por sobre tu trabajo, tu formación y tu entrega. Es una instancia que te marca la carrera. Te baja a tierra, te deja ver qué es lo que realmente buscan”.

Aunque reconoce que la competencia es parte del mundo del ballet y que las audiciones son siempre tensas, para ella hubo algo más. Cuestiona un modelo donde se privilegia el cuerpo sobre la expresión artística: “Se generó un ambiente competitivo como en toda audición, sí, pero también sentí actitudes despectivas. No sé si puedo decir que hubo maltrato explícito, pero sí una frialdad, una falta de empatía que hace que todo se vuelva más difícil”. 

Hoy Paz baila en el Ballet de Catalunya. Y aunque reconoce que es una compañía más pequeña y con menor prestigio que el Colón, valora el ambiente. “En el mundo del ballet se busca la perfección, sea en el lugar que sea. Pero una cosa es la exigencia, y otra el maltrato. No deberían ir de la mano. En ambientes tóxicos no se trabaja mejor. Yo me abro más a la exigencia cuando viene desde un buen trato. Y creo que puedo hablar por muchos.”

¿Es posible otro ballet?

A pesar de todo, las entrevistadas no reniegan del ballet. Por el contrario, buscan transformarlo. La bailarina del cuerpo estable apuesta a “trabajar desde el amor, no desde el miedo” y a que los cambios generacionales, aunque lentos, sigan empujando nuevas formas. Aldana, desde la Psicología, intenta resignificar su historia para que otras no pasen por lo mismo. En su mirada, comprender el daño que provocan ciertas prácticas no significa destruir lo aprendido, sino construir nuevas formas de enseñanza más humanas, más conscientes del cuerpo y de sus límites.

Las voces de Stutz, Vaulet y Lodolo coinciden en un punto: el amor por la danza persiste, pero el modo de enseñar y trabajar necesita transformarse. El desafío es revisar las prácticas que la sostienen. Cambiar la cultura del silencio por una de acompañamiento y escucha puede ser un primer paso para que las futuras generaciones vivan la danza como una experiencia plena y no como una carrera de resistencia.

“La danza no debería implicar dolor y sacrificio como moneda corriente. Debería ser un espacio de bienestar, de disfrute, de desarrollo”, afirma Aldana. Su investigación no busca cancelar una disciplina milenaria, sino incomodar lo suficiente como para abrir un diálogo postergado. La pregunta ya no es si el ballet puede cambiar, sino cómo hacerlo sin perder su esencia artística.

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