
Del anuncio a la realidad laboral
La discusión pública sobre inteligencia artificial (IA) oscila entre la euforia y el temor, pero en el trabajo cotidiano la pregunta es más concreta: quién podrá sostener su empleo integrando nuevas herramientas y quién quedará rezagado.
El contexto educativo y legislativo condiciona esa transición. PAIDEIA promete alfabetización desde la escuela y el Congreso discute marcos para orientar usos y proteger derechos. El empleo es el puente entre ambos mundos: si la formación no llega a tiempo o la regulación no da certezas, las empresas dudan, los trabajadores improvisan y la productividad se frustra.
“Que nuestros chicos aprendan IA no es un lujo, es una obligación del Estado para prepararlos para un mundo que ya existe”, dijo Daniel Gollán, diputado argentino.
En este marco, la tesis es simple: el riesgo principal no es “la máquina”, sino la desigualdad entre quienes logran incorporar la IA a su práctica diaria y quienes no. A igual puesto, la diferencia la marcará la capacidad de usar sistemas inteligentes para producir más, mejor y con menos errores.
Exposición y reconfiguración del empleo en la Argentina
La IA no sustituye puestos enteros de golpe; reordena tareas, exige otras habilidades y desplaza valor hacia quienes mejor la aprovechan. Esa es la vara con la que, de hecho, ya se está midiendo el rendimiento.
El Ministerio de Trabajo estimó que el 54% del empleo formal privado está expuesto a la IA generativa. Exposición no equivale a despidos automáticos, sino a que una porción relevante del flujo de tareas puede automatizarse o asistirse. Esto convierte a muchas ocupaciones en híbridos: menos repetición, más criterio y supervisión, y mayor uso de datos para decidir.
La presión internacional empuja en esa dirección. Proyecciones señalan que cientos de millones de puestos tendrán componentes automatizables, y el FMI advierte que hasta el 60% de los trabajos en economías avanzadas verá alterada su composición.
Ese choque no se vive como “todo o nada”, sino como un corrimiento interno: lo que antes tomaba horas ahora demanda minutos, pero exige validar resultados y explicar decisiones. El mercado argentino expresa esa tensión con un matiz propio: empresas de tamaños y sectores disímiles adoptan herramientas a ritmos distintos, y ese desfasaje se traduce en inequidades salariales dentro de un mismo rubro.

Quien aprende antes y mejor captura mayor responsabilidad, visibilidad y paga. Quien no, queda encapsulado en tareas residuales de poco crecimiento. La política pública puede amortiguar o amplificar ese resultado. Cuando la formación llega a tiempo y la orientación regulatoria es clara, la exposición se convierte en oportunidad de ascenso ocupacional. Sin esas condiciones, la exposición se convierte en riesgo de estancamiento o salida.
Productividad sin milagros: adopción con capacidades
La promesa de “productividad inmediata” choca con una realidad conocida en empresas argentinas: la mayoría de los proyectos de IA generativa no muestra impacto económico directo en el corto plazo. No invalida la herramienta; revela que, sin rediseño de procesos y métricas, la tecnología apenas agrega complejidad. Lo que no se mide, no mejora, y lo que no se integra a rutinas claras, no escala.
La secuencia efectiva es menos glamorosa y más exigente: diagnosticar dónde la IA agrega valor, fijar objetivos verificables, capacitar equipos y ajustar la operación. Saltarse pasos conduce a pilotos eternos o a “automatizaciones” que duplican trabajo.
En ese sentido, el cuello de botella no es el software, sino el capital humano capaz de operar, validar y explicar resultados. “El mayor cuello de botella no será el acceso a la tecnología, sino la capacidad de integrarla con sentido”, sintetizó Martín Lousteau.
Los incentivos internos importan tanto como las licencias. Cuando la organización reconoce y premia la mejora nacida de la IA —tiempos más cortos, menos errores, mejor servicio—, el aprendizaje se acelera. Si, en cambio, la cultura penaliza el cambio o no recompensa la mejora, la herramienta se achica al tamaño del hábito.
Sectores en foco: banca, salud y agro
En banca, los asistentes conversacionales ya atienden grandes volúmenes de consultas. Gala, del Banco Galicia, y Ana, del Banco Nación, filtran lo rutinario y derivan a humanos lo complejo. Esto no elimina el rol de quienes atienden: lo reconfigura hacia tareas de resolución, venta consultiva y prevención de fraude. A igual puesto, quien domina flujos con IA y entiende métricas de servicio crece más rápido que quien sigue operando en modo manual.
La analítica también cambia el núcleo del negocio financiero. Modelos de riesgo, monitoreo transaccional y scoring automatizado redistribuyen el tiempo de trabajo: menos captura de datos, más interpretación y control. La consecuencia laboral es directa: se valoran perfiles mixtos, capaces de dialogar con sistemas, auditar salidas y justificar decisiones frente a clientes y reguladores.
En salud, el Instituto Fleni utiliza Entelai —software argentino aprobado por ANMAT— para apoyar diagnósticos en neuroimágenes. El profesional no desaparece: aumenta su capacidad de detectar patrones, comparar series temporales y decidir con evidencia. La IA multiplica la vigilancia clínica, pero exige habilidades nuevas: interpretar salidas, comunicar incertidumbre y resguardar datos sensibles.
En el agro, DeepAgro reduce uso de herbicidas con visión artificial y Kilimo optimiza riego con modelos de datos; ambas soluciones desplazan tareas de “aplicar” hacia tareas de “decidir dónde y cuánto”. Técnicos y productores que incorporan estas herramientas ganan en rendimiento y reducción de costos. Quienes no lo hacen conservan el esquema tradicional, con márgenes más ajustados y menor resiliencia ante shocks.
Habilidades y formación: la nueva frontera competitiva
La brecha ya no es de acceso a tecnología, sino de uso competente. Un administrativo que automatiza reportes o un agente que prioriza casos con modelos gana tiempo para lo que realmente importa; su productividad y su empleabilidad aumentan a la vez. La ventaja la da esa combinación entre oficio y herramientas, no la herramienta aislada.
La transferencia desde el aula es directa. Paola Dellepiane lo resumió en clave educativa: “Podemos llenar las aulas de dispositivos, pero sin un docente preparado la innovación queda en el papel”. El argumento vale para cualquier organización: sin un plan de formación vinculado a tareas concretas, la IA queda subutilizada y la desigualdad entre trabajadores crece.
La formación no puede limitarse a “cursos” desconectados del puesto. Debe anclarse en casos reales, medir impacto y reconocer resultados. Cuando el aprendizaje se traduce en menos retrabajo, más satisfacción de usuarios y mejor desempeño, el equipo adopta por convicción, no por obligación.
También se necesita alfabetización crítica: entender sesgos, límites y trazabilidad de decisiones. Mario Cwi aporta un criterio operativo útil: la IA no reemplaza al experto, redefine su rol; el valor está en interpretar resultados, contextualizarlos y decidir con responsabilidad.
Federalismo y desigualdad: un caso en Mendoza
La vitivinicultura mendocina ofrece una postal nítida de cómo la IA puede abrir brecha si no hay capacidades locales. En el Valle de Uco, bodegas grandes incorporaron plataformas como Kilimo para ajustar riego en contexto de estrés hídrico.

El sistema cruza meteorología, sensores y satélites para recomendar caudales por cuartel; el resultado fueron ahorros de agua sostenidos sin pérdida de calidad en uva.
Ese salto técnico reconfigura oficios. El regador que antes abría compuertas “por costumbre” ahora lee tableros, valida modelos y documenta decisiones. La tarea se vuelve analítica y trazable; el desempeño se mide por litros ahorrados y consistencia de calidad, no por horas de riego.
Quien incorpora esas habilidades gana centralidad en la finca; quien no, queda relegado a tareas residuales.
La brecha aparece cuando salimos de las grandes marcas. Viñedos pequeños con conectividad inestable, sensores escasos y poca oferta de capacitación tardan más en capturar beneficios. La misma herramienta existe, pero la capacidad de uso —capital humano y condiciones de operación— define quién llega primero. “Quien adopte primero la IA va a sacar ventaja sobre los demás”, advirtió Daniel Rosato, preside de industriales PyMEs argentinos; en Mendoza, la frase se ve entre fincas vecinas.
La lección es federal: no alcanza con “traer software” a los territorios productivos. Hace falta formación aplicada en sitio, financiamiento blando para instrumentación básica y alianzas entre escuelas técnicas, universidades y cooperativas. Cuando el aprendizaje se ancla en problemas reales —agua, rendimiento, calidad—, la adopción deja de ser un privilegio de los grandes.
Reglas y políticas: innovar sin ceder derechos
La regulación ordena expectativas y reduce riesgos. En decisiones de alto impacto —crédito, salud, empleo— hacen falta pisos de transparencia, mitigación de sesgos y resguardo de datos, sin asfixiar a quienes desarrollan soluciones locales. Sin reglas, aumenta la desconfianza; con reglas claras, crece la inversión orientada a usos de mayor valor social.

El Congreso ya trabaja sobre ese equilibrio:
“La legislación sobre IA en Argentina oscila entre regulación o flexibilidad; el dilema es cuánto margen dejar a la innovación y cuánto control aplicar para proteger derechos” – Mónica Macha, diputada argentina.
Esa tensión no se resuelve con slogans, sino con estándares técnicos, evaluación de impacto y autoridades capaces de hacerlos cumplir.
La política industrial debe acompañar a las PyMEs con capacitación, créditos fiscales y plataformas de acceso a herramientas. No se trata de subsidiar software, sino de cofinanciar aprendizaje y rediseño de procesos. Cuando la adopción se mide y la formación se reconoce, la productividad deja de ser promesa.
El empleo decide
La IA ya está en los flujos de trabajo argentinos. La cuestión central es quién capitaliza su potencial: el trabajador que la integra a su oficio o el que la evita hasta que lo alcance. El primer camino exige formación, rediseño y reglas; el segundo conduce a tareas residuales, peor pagas y con menos futuro.
La consigna que ordena este tiempo cabe en una frase sencilla: no te reemplazará la IA; te reemplazará quien sepa usarla mejor. El país que invierta en habilidades, acompañe a sus PyMEs y fije reglas que premien el buen uso convertirá el 54% “expuesto” en una oportunidad de productividad y salarios. El que no lo haga, verá cómo esa misma cifra se traduce en desigualdad más honda.
“La IA no va a esperar a que estemos listos. La decisión política es si nos preparamos para aprovecharla o dejamos que la ola nos pase por encima”, recordó Silvia Sapag, senadora nacional. En el empleo, esa decisión ya se toma todos los días, puesto por puesto.