Se cumplen cuatro décadas cuando tres jóvenes desde el mar, el aire, y la tierra, arribaron a las Islas Malvinas para nunca volver a ser los mismos. Aquí, sus historias.
Desde la tierra
Era un típico joven que salía de la adolescencia. Estudiaba para ingresar a la facultad de Ingeniería, pensaba en jugar al fútbol, en su novia y sus amigos y tenía una moto. “A los 20 años te creés inmortal”. Sin embargo, describe a la generación que se crió bajo la dictadura militar como “unos boludos importantes”, ya que “no estábamos preparados para salir a la calle”. Pasó de tener una vida domiciliaria a encontrarse con un arma en la mano y pelear por algo que “no tenés ni idea qué carajo es”.
Fue de un día para el otro. Ingresó a la “colimba” en el ‘81, y salió de baja en marzo del ‘82. Pero en abril lo convocaron de nuevo. Los reunió el segundo jefe del Regimiento 7 de La Plata y les comentó que al día siguiente irían para Malvinas. En menos de 48 horas ya estaba viajando a las Islas, y lo único que tenía en el bolsillo era algo de dinero.
Llegaron a Malvinas en avión un 15 de abril por la madrugada. Estaba lloviendo “copiosamente” y el clima era “terrible”. Pasaron la noche en el aeropuerto ya que no tenían destino, sólo tenían un bolsón porta equipo y el armamento, y se taparon con ponchos “muy precarios” para la lluvia. Estuvieron apoyados el uno contra el otro y prácticamente no durmieron, hasta que al otro día les dieron el destino donde iban a estar en toda la guerra.
Jorge suponía que iban a ocupar las islas pensando que “los ingleses jamás iban a venir”. “Éramos unos inexpertos, con la mentalidad de los pendejos no teníamos ni idea de lo que había que hacer, ni mucho menos del uso de armas”, relata. Describe que su armamento era obsoleto y viejo, no estaban acorde para la pelea. La primera diferencia con los ingleses es que “ellos eran profesionales”.
Hacer los pozos que “era un quilombo” porque estaba lleno de agua o había rocas enormes. Pero la orden era “quedarse ahí y ver qué pasa”. Estaban todo el tiempo con los cargadores, el casco y los borceguíes.
A medida que los días pasaban, el grupo de los cuatro soldados ya se acostumbraban y se sacaban los borceguíes: “Era como que estabas medio al pedo”. No estaban las 24 horas preparado para que vengan, y la información que llegaba del continente era muy escasa, “no sabías ni que venían”. Hasta que el 1 de mayo “se pudrió todo”. Les agarró a todos durmiendo, sin armamentos, sin cascos ni borceguíes: “era ponerse lo que tenías y rajar a esconderse a un lado”.
Jorge participó en la batalla “más cruenta” que tuvo Malvinas, la de Monte Longdon. Los ingleses batían primero en la zona del aeropuerto para destruir las pistas y que no lleguen los aviones del continente. A Jorge y su grupo los destinaron a Wireless Ridge, un lugar a 10 kilómetros del aeropuerto. Pero “tuvieron la mala leche” de que los ingleses desembarcaron por el estrecho de San Carlos, cuando los militares pensaron que vendrían por el Puerto Argentino.
Esa noche en el Monte Longdon, un inglés venía caminando y pisó una mina. “El tipo voló, y a partir de ese momento se armó un despelote bárbaro a tiros, bombas y bengalas. Ahí fue una masacre de los dos lados”.
El regimiento de Jorge siempre fue un regimiento de la retaguardia, ya que se ocupaban de los morteros, camiones y todo sobre la artillería. Los mandaron a posicionarse detrás de todos, ya que los que iban al frente eran las compañías de infantería (soldados con fusiles y ametralladoras). Jorge y su compañía estaban de apoyo a esos soldados. Pero los ingleses desembarcaron por atrás en vez de adelante, y Jorge y su grupo quedaron al frente. “Los primeros que hicieron mierda fue a nosotros”, recuerda. La experiencia fue “una cagada”.
Jorge y su grupo estaban durmiendo sin esperar nada hasta que recibieron la orden de tirar con la artillería para darle apoyo a la infantería. Les dieron la orden de empezar a tirar y cargar los cañones. “Fue un caos”: de madrugada, se mezclaron todo y no sabían qué munición agarrar. El suelo era tan arcilloso, y el mortero era tan pesado, que cuando dispara con la fuerza que genera la bomba se hundió el mortero y el cañón quedó torcido. “Disparamos el primer tiro y el aparato ese fue a parar a la mierda. No lo encontramos nunca más”.
Luego desenterraron el mortero, y comenzaron a disparar hacia donde venían los bombardeos ingleses. Nunca supo si le pegó ya que tiraban a 3 kilómetros de distancia. No se veía nada, y era un clima de caos, griterío, desorganización y miedo: “porque no sólo tirábamos nosotros sino que también nos tiraban”, dice Jorge.
En ese momento, “la adrenalina vence al miedo. Tampoco pensás que podés matar a alguien o que te podés llegar a morir. No tenés tiempo de pensar ni de sentir”.
Jorge ya era “bastante cagón” cuando le sacaban sangre, y sin embargo le tocó auxiliar a tres compañeros: uno bastante mal herido y los otros dos con mutilaciones. Mientras los curaba las bombas seguían cayendo. Era “todo a los pedos” al estar en medio del terreno. Jorge los ayudó “como si fueran un muñeco”, no le agarró náuseas ni nada debido a la adrenalina. Cuando estaban replegando, una bomba cayó a dos metros, pero no explotó ya que se clavó en la tierra. “Ahí nos salvamos unos cuantos, fue un milagro”.
Luego de tirar 15 o 20 municiones en 2 o 3 horas con el mortero, volvieron a la zona del pueblo y no tuvieron contacto con los ingleses hasta la rendición. “No sé cómo sobrevivimos a eso, es el destino”, cuenta Jorge, quien perdió 7 kilos durante los combates.
Todo el grupo de Jorge fue detenido por la fuerza inglesa. En el Puerto Argentino había contenedores llenos de comida, y como estaban todos “cagados de hambre”, agarraron unos hierros y empezaron a romper los candados entre ingleses y argentinos. En ese momento no se dio cuenta de que estaba con el “enemigo”: porque “todos teníamos el mismo hambre, y hasta nos pasábamos la comida entre los dos porque todos estábamos en la misma”.
A Jorge no le parece que “ningún pedazo de tierra justifique la caída de una gota de sangre”. No le guarda rencor a los ingleses, ya que enfrente tiene un ser humano: “Es una persona que merece ser feliz como quiero serlo yo”.
En el transcurso de la guerra, le mandó varias cartas a su mamá, pero llegaron muy pocas. Jorge dice que “tenías que mandar unas cartas diciendo que estabas en Disney, no podías contar nada de lo que estaba pasando porque sino te las leían y te las rompían”. Escribió cartas diciendo que estaba pasando frío y hambre, “pero nunca llegaron”.
Cuando finalizó la guerra, antes de mandarlos a sus regimientos tuvieron que firmar un papel donde no se les permitía hablar nada de lo ocurrido en Malvinas. Sin embargo, Jorge desobedeció. Llegó a su casa y entre todos sus parientes había un periodista que grabó su testimonio y apareció en la TV. Al día siguiente lo vinieron a buscar “los milicos” de las pestañas y estuvo un día detenido.
En la Plata se formó el primer centro de ex combatientes del país y al principio tuvieron muy buena contención, y enseguida se les dio trabajo en la junta electoral. Con respecto al gobierno nacional: “no nos dieron un carajo, ni atención física o psicológica”. Más tarde, todo lo que obtuvieron fue “gracias a la lucha nuestra de los soldados”.
Hoy en día, cuando Jorge se junta con sus compañeros parecen “pendejos que vienen de Bariloche”. No hacen fiestas de señores de casi 60 años, sino de “pibes que recién terminaron el secundario”. Confiesa que “no maduramos, nos sale el soldado de 19 años de ese entonces”. Para el veterano, su grupo es “más que una familia”, y esta tragedia los unió tan fuerte que son “hermanos en desgracia”. Juntarse, charlar, reír y comer con ellos “lo llena de vida” y vuelve a encontrar a la versión de sí mismo que quedó en Malvinas.
Desde el aire
Ese día José Luis vio la muerte cara a cara, aunque tuvo “cierta suerte”. Aún era de noche en la isla, y lo despertó su amigo Daniel, un teniente más antiguo que él y con quien compartía la habitación. Le dijo: “cambiate despacio, tranquilo, porque están atacando Puerto Argentino”.
Cuando apenas comenzaba a amanecer se desplegaron dos aviones para hacer un despliegue a la Isla de Borbón, pero el tercer avión, donde iba el Capitán Grunert, tuvo un accidente: prácticamente se metió la rueda de nariz, aunque “gracias a Dios sin pérdidas humanas”.
El avión se atravesó en la pista y el resto no pudo despegar. Como no había mecánicos para todos los aviones, José Luis se iría con Daniel Jukic a atarlo para correrlo de la pista, y su amigo le dijo “no, los tres más modernos se quedan”.
“A mí me salvó la vida”, cuenta José Luis, ya que Daniel no lo dejó realizar el vuelo y lo hizo quedarse donde se guardan los aviones. Minutos más tarde, tres aviones británicos Harrier bombardearon a 200 metros de donde estaba José Luis. Mientras que a Daniel Jukic le cayó una bomba a escasos 10 metros de él que lo mató “automáticamente”.
Fue corriendo a tratar de ayudarlo, además había que replegar a los heridos a Puerto Argentino y todos trataron de colaborar. Pero “ya no había nada que hacer lamentablemente”, cuenta José Luis con amargura en su voz. “Fue un día terrible”, porque eran las primeras horas de la guerra y ya habían perdido gente a la que tenían mucho aprecio.
José Luis Pontecorvo tenía 25 años, estaba en el escuadrón del Pucará, y fue designado a la Tercera Brigada Aérea en Reconquista, Santa Fe. Apenas se graduó de la escuela de aviación, al año siguiente ya desplegaron hacia las islas con una orden que “vino muy de golpe”. Nadie estaba enterado, salvo los mandos superiores de que se iba a lanzar esta operación en Malvinas.
El Pucará, un avión de guerra que vuela cerca de la tierra, atacaba más que nada a las tropas desembarcadas. La fuerza aérea atacaba a los buques y a las tropas desplegadas, era todo más que nada bombardeo, no derribo de aviones.
A los tres días del ataque, el 4 de mayo, los atacó una sección de aviones británicos Harrier, y la artillería de 35 milímetros derribó un Harrier e impactó cerca del puesto comando y falleció el piloto inglés Nick Taylor, a quien José Luis y sus compañeros le rindieron honores en el sepelio. “Como corresponde a un soldado, no importa si es amigo o enemigo. Esas leyes en la guerra se cumplen”, afirma.
José Luis Pontecorvo
“Los ingleses tenían mucho respeto por los pilotos argentinos”
El momento del regreso a casa fue muy emotivo para el veterano y su familia, ya que “realmente pensé que no iba a volver”, dice. Luego trató de “cerrar las heridas de perder mucha gente amiga”. Dice que en la fuerza aérea, al ser muy chica, se conocían todos aunque estén volando desde distintas provincias o los compañeros estén en promoción. Por lo cual fueron “pérdidas muy grandes de gente muy buena”.
Aún le queda pendiente volver a Malvinas y visitar el cementerio. Siguió adelante con su vida y en la fuerza aérea: llegó a ser Brigadier, su último cargo fue Director de las líneas aéreas del estado y ahora juega al golf. Comenta que “si tendría que nacer volvería a hacer exactamente lo mismo”, y afirma que sí volvería a luchar por Malvinas, ya que cuando ingresó a la vida militar juró servir a la bandera hasta perder la vida: “cuando uno jura eso y es un hombre de bien y quiere a la patria, lo tiene que cumplir”.
Desde el mar
Había cumplido 19 años en Londres, donde hace 1 año estudiaba para ser maquinista naval. “Ni por asomo” se imaginó que luego de dos meses de su vuelta al país estaría combatiendo con la marina inglesa, con quienes estuvo trabajando “codo a codo” en la puesta a punto del gemelo de un barco inglés (Sheffield). “Para ellos (Malvinas) era un lugar completamente desconocido, no sabían ni que existía”, afirma.
No fue elegido en el sorteo, sino que prefirió no cortar el estudio y seguir vinculado a la mecánica naval. Marcelo Aceto estaba de licencia en su casa hasta que recibió un llamado para presentarse. Ni siquiera tuvo tiempo de comentárselo a su familia, sólo se marchó de su casa pensando que era un llamado de rutina, y “así como me despedí no volví hasta el final de la guerra”.
“La vida a bordo es diferente”, si bien no pasó la guerra a niveles alarmantes como otros compañeros, “la guerra naval te hace continuamente estar atento, porque el peligro es constante”. Tuvo la suerte de formar parte de uno de los pocos grupos que “más noción tenía”, ya que estaban capacitados y sabían qué tipo de armas estaban usando. A pesar de todo, confiesa que estaba “absolutamente” preocupado por el tipo de enemigo al que se enfrentaba.
El 28 de marzo zarpó a la Isla desde Bahía Blanca sin saber a dónde iba. Nunca supieron de qué se trataba hasta el día anterior. Después, junto con su grupo, se dieron cuenta de que “esto tenía otro tenor”, y el despliegue que tenía era muy diferente a lo que habría sido un ejercicio de rutina.
“Durante la travesía no teníamos idea”: El viaje en barco duró 3 días y medio, retrasados por el temporal. La operación fue “extremadamente confidencial”. Al momento de llegar al lugar “inhóspito y cruel” el clima fue “muy hostil, el temporal fue muy bravo”.
El 1 de abril por la tarde, después de atravesar un temporal “bravísimo, muy complicado”, los reunió el capitán Giachino, les dio una charla y las directivas para que estén preparados, ya que por la noche comenzaría la aproximación final para la recuperación de la isla.
Al momento de llegar, a Marcelo le otorgaron toda la logística necesaria a partir de la noche del primero de abril. A las 9 comenzó el desembarco “exactamente como una película” en una bahía al sur de las islas, donde se hizo el reconocimiento de la playa. A través de botes de goma, desde el barco hacia la isla se transportó todo el grupo comando, se les brindó la logística y a partir de ahí comenzó el camino hacia Puerto Argentino, donde Marcelo y su compañía tenían la orden de protegerlo.
El 2 de abril, una vez terminada la operación, con la bandera flameando y cantando el himno, el día fue “más o menos templado y lindo”.
Hasta que el capitán Giachino fue herido de muerte: “Pensamos que podía salvarse, y no”. Y un compañero de su grupo de comandos Anfibio, se tiró arriba de Giachino para protegerlo pero también recibió una ráfaga, aunque luego se recuperó. A partir de la primera baja tomaron conciencia de lo que estaba pasando: “Fue un impacto muy grande”, aunque siguieron adelante. Dijeron que “esta sangre no podía ser en vano”.
Sin embargo, la mayoría de los compañeros de Marcelo fallecieron en el hundimiento del Crucero Belgrano, donde en total hubo 320 bajas. “Estábamos en una guerra contra los tipos más preparados del mundo y el ataque al crucero fue un verdadero mensaje”, comenta.
En ningún momento tuvo la oportunidad de comunicarse con su familia. Pudo escribir algunas líneas el mismo 2 de abril: “Les escribo, estoy en Malvinas, las Malvinas volvieron a ser argentinas. Lamentablemente sufrimos esta baja pero fue un operativo impecable. Estoy bien, viva la patria”. Todo lo que un chico de 19 años puede decir.
Le dio las líneas a un compañero que volvía al continente: “Y llegaron”. A partir de ahí su familia tenía la oportunidad de ir al edificio Libertad de la marina en Comodoro Py y solamente le decían si uno estaba vivo o no. Ningún otro tipo de información, ya que hasta la vuelta jamás pudo volver a comunicarse.
A pesar de tener la ropa y el armamento adecuado, el transcurso de la guerra hizo que “todo esto se vaya deteriorando”. Marcelo “no podría determinar” que con su fusil fal haya matado a un enemigo o no. Aunque confirma que se protegió a civiles ingleses en todo momento.
Por suerte el barco de Marcelo no sufrió ningún daño y respondió bien, pero fue perseguido por el submarino que hundió al Crucero. Se trataban de unidades tan modernas “que no nos dimos lugar el uno al otro”, aunque sí vivieron toda la tensión.
Por lo que se escuchaba en el barco, Marcelo y su grupo ya sabían que “la última semana era determinante”. Después del 14 de junio, a Marcelo y compañía le tocó ser uno de los garantes de los prisioneros argentinos, los cuales fueron embarcados en un buque inglés, y los acompañaron hasta Puerto Madryn.
Sin embargo, a Marcelo le tocó enfrentar dos guerras: “ la propiamente dicha del combate, y la vuelta, que fue muy difícil para nosotros”. Por empezar, eran los chicos que se catalogaban como el “resabio de aquella dictadura” y además habían perdido la guerra.
Marcelo llegó a la base naval de Puerto Belgrano, dejaron en condiciones las cosas como estaban, le dieron una licencia, se tomó el micro y juntando hasta las monedas “no tenía casi nada para volverme”, y volvió a su casa a dos cuadras de Av. Jonte y Nazca, en Villa del Parque (CABA). Al cruzar la puerta de su casa, “los encontré peor que yo” a sus padres y sus dos hermanos más chicos.
A partir de allí empezó la lucha de reinsertarse en la sociedad y ver para qué lado agarrar. Cuando le preguntaban cuál fue su último trabajo y le respondía que era Malvinas, vio que “la cara se les transformaba”. Lo hizo una, dos, tres veces y vio que la estaba errando: “yo no puedo decir esto”. Allí es cuando Marcelo “se dio contra el vidrio”. Ser combatiente era un tema que “personalmente ocultaba” porque no sabía cómo lo podía tomar el otro: “éramos un bicho raro”.
A Marcelo no le quedó ningún tipo de resentimiento por haber ido tan joven a las islas: “Lo ganó el sentimiento de saber que uno hizo algo”. Y “sin ninguna duda” volvería a defender su patria de la misma manera que en 1982: “creo que el sentimiento de un veterano es este”. “Pero sí, volvería mañana, porque aparte mis compañeros están acá”, dice con una sonrisa triste y ojos nostálgicos.
“Sí puedo decir que a mí Malvinas me terminó de llenar de valores, de la amistad, de sentimientos”. Sin dudas Marcelo cambió como persona. “Fui un chico y volví otro”, asevera.