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Ropa, manteros y policías: crónica de un día en la Avenida Avellaneda

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En el barrio porteño de Flores se abre lugar una avenida donde los manteros, comerciantes y la Policía juegan al gato y el ratón.

“¡Ahí vienen, ahí vienen! ¡Caminando por esta cuadra! ¡Guardá todo!”, grita un hombre de cuarentaitantos con camiseta del Gremio de Porto Alegre.

Esquina de Argerich y Aranguren, ciudad de Buenos Aires. Un grupo de cinco o seis personas desarman de forma repentina una mesa con sándwiches de salame y pan francés, y empanadas naranjas de lo fritas, que reposan muy a la intemperie sobre un cooler de telgopor. Uno de ellos avisa que hay oficiales de la policía caminando por la cuadra. Los lentes de sol, cargadores de celular, se embolsan y pasan a la vereda de enfrente, como si fuera muy difícil imaginar que llevan dentro.

Los oficiales ignoran el acto casi desesperante de los vendedores, siguen su recorrido por la calle Argerich. Los lentes de sol, cargadores de celular, y las minutas al paso se desparraman nuevamente en la vereda. Sobre la rampa de discapacitados.

La respuesta por parte de la Policía de la Ciudad es que la erradicación no depende solamente de ellos. “El centro comercial se divide en zonas. A nosotros nos mandan a desalentar la parada. Lo que hacemos es pedirles que se retiren”, comenta la oficial Natalia, sobre la esquina de Nazca y Aranguren.

La policía no puede confiscar la mercadería sin una orden: esa tarea corresponde a los inspectores de Espacio Público y Fiscalía Contravencional. A pesar de los operativos que se realizan para desalentar la venta ambulante, en este sector del barrio, sigue siendo, una asignatura pendiente.

Los vendedores ocupan media vereda de la Avenida Nazca, en el barrio de Flores. El espacio que queda para los peatones alcanza para caminar en fila india, ya sea por la vereda, o el primer carril de la avenida, que a esta altura, ya es peatonal.

La gente camina lento, pegados hombro contra hombro, se desplazan animados por los precios que se exhiben sobre cartulinas de colores; $400 un jean, $700 zapatos de mujer. La gente frena. Se choca. Los nenes cansados lloran. Los panchos con papas fritas. Las bocinas que exigen paso, pero la barrera está baja, no dejan de pasar los trenes del Sarmiento. Las vidrieras son llamativas y variadas, para todos los gustos.

Son centenares de locales uno al lado del otro. La oferta es amplia; ropa deportiva, trajes de baño, ropa para fiesta o más informal, talles grandes y hasta indumentaria para mascotas. Gran parte de los comercios venden al por mayor; sin embargo, con el paso de los años, las unidades a comprar se redujeron a tres prendas, que pueden ser surtidas. El sábado todos venden al por menor.

Inicialmente, el polo se extendía a lo largo de tres cuadras de la avenida Avellaneda, entre Nazca y Cuenca, pero a medida que la zona se popularizó, los comercios fueron avanzando también sobre las calles paralelas, como Aranguren, Morón, Bacacay y Bogotá, y perpendiculares, como Concordia, Campana y Emilio Lamarca.

Se multiplicaron las galerías y los paseos de compra. La zona comenzó a crecer a fines de los 70, pero la mayor explosión se dio en los últimos diez años, lo que coincidió con la llegada de una nueva ola de inversiones y la apertura de talleres y comercios, liderada por empresarios de las colectividades coreana y boliviana.

Silvia, de estatura baja, cara redonda y agradable. Calzas ceñidas al cuerpo, campera camuflada, poco menos de 50 años y ojos cansados, trabaja hace 18 vendiendo medias; blancas con rayas negras, a lunares, de red, deportivas y de nylon.

“Trabajo todos los días. Llego a las 6.30 acá, 7, a veces. ¡Hoy es la primera vez en casi 20 años, que me quedo dormida!”; Silvia sonríe y los dientes se esconden detrás del color violeta que lleva en los labios.

El día arranca temprano. Se toma el tren que sale de Paso del Rey y baja en la estación Flores. Camina hasta la esquina de Nazca y Rivadavia. Despliega su manta, de lunes a viernes, justo al lado de un puesto de diarios. Pasado el mediodía se cruza a la galería en donde alquila un pequeño depósito. Deja las medias, y se lleva esos sahumerios y fragancias, que comenta, es lo que más le gusta vender. Vuelve a desplegar sus productos sobre el suelo.

“Nos da miedo, a veces. La policía a mi me sacó toda una manta con mercadería. Fue mucha plata, tardé meses en recuperarlo. Siempre alguno de nosotros avisa que están viniendo. Ahí juntás todo y corrés”, dice.

Desde hace casi cuatro años, el Gobierno de la Ciudad, se comprometió ante los vecinos del barrio a erradicar la venta ambulante sobre la vía publica. La competencia desleal, implica una merma significativa en las ventas, denuncian los comerciantes a través de la Federación de comercio e Industria de la Ciudad de Buenos Aires (FECOBA). Los reclamos de los vecinos tampoco cesan.

“El otro día, adentro de una cajita, estaban vendiendo perros. Los tenían sucios. Abajo del sol. ¡Casi me agarra un ataque!”, cuenta Marta que desde hace 57 años vive en una casa ubicada sobre la avenida Nazca.

Atendió su local de perfumería y venta de regalos, durante veinte años. “Era un barrio con casas. Pasaba el tranvía 89, había almacenes, farmacias, negocios, de manera moderada. El 11 de septiembre de 1965, al lado de mi casa, fue inaugurado el colegio Sarmiento, con la presencia de su madrina, Silvia Martorell de Illia, esposa del presidente de la Nación, Arturo Illia.

Silvia Martorell de Illia, esposa del presidente de la Nación, Arturo Illia.

Hoy, ese lugar, es una galería que alberga cientos de locales. En el 80 empezó a incrementarse el comercio con la importante presencia de la comunidad judía. Los sábados era un día muerto, porque por religión, desde el viernes no trabajan. Después llegaron coreanos a poner locales sobre Avellaneda. Ellos abrían días sábados, y comienza a haber más movimiento, nada que ver a ahora. A raíz de eso, la comunidad judía comienza a trabajar los sábados también”.

Sin embargo, el boom del centro comercial comienza a principios de siglo. “La eclosión arranca en el 2001. Pero el tema de los manteros, hace siete años. Y cada vez es peor. Están muy agresivos, contestatarios y te provocan. La culpa no es del que vende, sino del que compra”, comenta Marta.

“Yo creo que los dejaron crecer demasiado, ¿y ahora cómo les cortás las alas?”, agrega.

Bolivianos talleristas; peruanos vendedores; coreanos y miembros de la colectividad judía, dueños de comercios, empleadores y brokers imobiliarios; senegaleses vendedores ambulantes. La más reciente incorporación es la de venezolanos, tanto en la parte gastronómica como venta al público. Son 100 manzanas que albergan a distintas etnias.

Avellaneda es elegida por los comerciantes del interior del país, que vienen, por el día, en micros de larga distancia. Compran por mayor, para luego vender esa mercadería en sus localidades.

Nancy Álvarez, tiene 58 años y hace casi 20 es comerciante textil. Sonrisa cálida, lentes colgando de una tira de mostacillas de color rosa que le rodea el cuello, y una amigable, pero evidente economización de la s al finalizar cada palabra. Viaja cada dos meses desde Villa Cañas, un pueblo ubicado al sur de la provincia de Santa Fe, donde tiene su negocio de ropa sobre la calle principal.

“Hace un tiempo veníamos y pasábamos primero por La Salada, bajábamos, temprano, a la madrugada, y a la tarde comprábamos acá. Es más tranquilo. No da miedo. Trato de venir siempre a Buenos Aires, porque en Rosario, ¿qué hacen? Compran acá pero te lo venden más caro. Para eso vengo, y elijo lo que yo quiero”.

En cuanto a los manteros, comenta: “Venden más barato, pero prefiero poder caminar así, por toda la vereda tranquila, como ahora. Antes ibas apretada, y todo por ellos, que se ponían donde sea”.

Nancy salió a las 7 de la tarde del día anterior. Recorre con su cuaderno y una valija. Su único intervalo será media hora en el bar La Amistad, para un café con leche y medialunas.

“¡Ahí vienen, ahí vienen! ¡Caminando por esta cuadra! ¡Guardá todo!”, se escucha a lo lejos.

Sigue el juego del gato y el ratón.

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